LISBOA
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Luz y caracter marino

Tranvías, fados, elevadores, cuestas, pasteles de nata, son cosas que cualquier viajero puede identificar sin tardanza con Lisboa, pero en la ciudad del Tejo hay una constante más allá de las postales: todo confluye en el agua, el del río y el del mar, mezclados ambos en el gran estuario. El Barrio Alto, Chiado, Alfama, Socorro, Graça y Pombal se inclinan más o menos vertiginosamente hacia Baixa y la Praça do Comercio. Belem recibe con sus avenidas abiertas a Restelo y Ajuda; en Alcántara se precipitan Estrela, Madragoa y Rato. Con esta geografía no es de extrañar que la historia de Lisboa esté hecha de barcos y exploración marina, y que sus principales personajes hayan sido representados mirando al estuario. Entre reyes e infantes, en el monumento a los Descubrimientos esperan turno para asomarse capitanes, cosmógrafos, pilotos, cronistas y misioneros. Hacia allí dirigen su rostro también Pedro IV desde la plaza de Rossio y José I en la Praça do Comercio.

Del mar llegaron las mercancías que enriquecieron el país, y también llegó la destrucción: en 1755, a causa de un terremoto, una ola gigante se tragó todo el centro y la parte baja de la ciudad. Ese terremoto se hizo notar en gran parte de la Península Ibérica y fue el origen de la Lisboa moderna. El marqués de Pombal, por encargo de José I, reconstruyó los barrios destruidos siguiendo un trazado racionalista.

El agua separa las dos orillas del estuario, y un continuo trasiego de barcos y transbordadores une los pueblos de Trastejo con la capital. Según nuestra experiencia la mejor panorámica de Lisboa se disfruta viajando en cualquiera de esos barcos, y en especial en los que llegan a Cacilhas, pequeña población en la orilla sur por el lado más próximo a la ciudad.

Llegar desde la costa, donde se ha concentrado durante siglos la vida económica, hasta los barrios, se hace cuesta arriba, no solo en sentido figurado. Para ayudar a la población en su ir y venir arriba y abajo se instalaron los elevadores y los tranvías. Por suerte para todos, los lisboetas y sus visitantes, el desarrollo urbano no ha fagocitado estos medios de transporte, quizá algo anacrónicos, pero muy útiles e integrados en la ciudad. Aunque algunos casos como el elevador de Santa Justa y el tranvía 12 se han transformado en una atracción turística, hay otros ingenios eléctricos que siguen facilitando los movimientos de los vecinos entre los barrios bajos y los altos. Ambos, los copados por los turistas y los demás, iluminados por la luz brillante del Atlántico, dotan de un carácter especial a Lisboa. El tráfico no atenaza el paso del peatón, ni monopoliza el sonido urbano, al menos en los barrios históricos. Todo se apacigua y se ralentiza al paso de los tranvías coloridos o en la espera de un elevador.

Desde hace unos años les han surgido unos competidores algo ruidosos, los motocarros de inspiración oriental. Pintados de colores vivos, funcionan a modo de taxis turísticos, una alternativa para ver la ciudad bien aireados.

Sería largo enumerar los lugares de interés, pero una visita de pocos días nos llevará a dedicarle tiempo al castillo de San Jorge, a la Seo y al barrio de Alfama, donde exploraremos sus miradores y algunos locales de fado. Justo enfrente se halla Chiado, con sus calles retorcidas en torno a plazuelas y teatros a las que se accede con los elevadores de Santa Justa, de Gloria o de Bica. El Largo do Carmo ofrece unas terrazas muy populares en las que tomar un refresco junto a las ruinas del monasterio del mismo nombre,
Entre ambos barrios la Baixa endereza el camino del paseante con dos opciones igual de atractivas. Al norte la plaza de Rossio, donde destaca el teatro nacional Dona Maria II. En esta opción, rodeando la fachada clasicista del teatro por su izquierda se llega frente a la estación de Rossio, una construcción neo manuelina excepcional. Su doble puerta de herradura y la decoración de las ventanas y pináculos son un alarde historicista del arquitecto José Luís Monteiro (1886-1887).

El manuelino es una variante portuguesa del último gótico peninsular, que lleva a la máxima expresión las formas arquitectónicas ojivales mezcladas con elementos decorativos renacentistas. El rey Manuel I, yerno de los Reyes Católicos, financió grandes construcciones góticas que son las mejores obras artísticas portuguesas de los siglos XV y XVI. Con la llegada de la moda historicista en el siglo XIX muchos arquitectos revivieron estilos del pasado, y en Lisboa se optó por el estilo más famoso en el país. Gracias a ello, una estación de tren parece sacada del renacimiento para sorpresa del viajero. Sobre dos gigantescas herraduras se distribuye una línea de ventanas ojivales. Tras ellas, un espacio funcional y sobrio, adecuado a la función ferroviaria.

Más hacia el norte se encuentran la Plaza Restauradores y las grandes avenidas rodeadas de parques.

Si en la Baixa optamos por el camino del sur atravesaremos el Arco de Triunfo de la rua Augusta, por el que se desemboca en el gran anfiteatro de la Praça do Comercio, del siglo XVIII. Es la puerta de la ciudad al mar, boca inmensa en la que todo parece diminuto salvo el estuario.
Como la vida marinera ha periclitado, talleres, lonjas, carpinterías de ribera y embarcaderos van siendo abandonados o cambiados de uso en el mejor de los casos. De la Praça hacia el este se entra en un cierto despoblado, más hacia el oeste han surgido playas artificiales, terrazas, centros de exposiciones e intercambiadores de tren y metro. Un grupo interpreta y Dylan y a Neil Young junto a un espigón donde las parejas jóvenes toman el sol, un bar ambulante despacha cócteles refrescantes entre maceteros de colores al tiempo que el caminante pasea hacia el tren o el tranvía que llevan al barrio de Belem, joya de la ciudad.

No hay visitante que se marche de Lisboa sin ver la torre, orgullosa al borde del mar, y el Monasterio de los Jerónimos, pero muchos olvidan los museos que contiene el propio monasterio. Un día completo se da por bien empleado en este barrio si se topa uno con algún mercado de artesanía, y si se dedica un tiempo a contemplar el mar junto a los más afamados navegantes en el Padrao dos Descubrimentos, que como una proa con su velamen se asoma a la orilla precedido por el mosaico de una rosa de los vientos. La rosa contiene en su interior un mapa mundi con todas la rutas y enclaves descubiertos por los navegantes portugueses en la edad dorada de la navegación. Esa tarea de de hombres esforzados y valientes, de grandes ilusiones y barcos legendarios merece una pausa en el camino. Y si se viaja con niños es un momento excelente para hacerles jugar con la geografía.

La ciudad tiene mucho más, como el palacio de Ajuda, la fundación Gulbenkian, el Museo de Arte Antiguo o el de los Azulejos; y por supuesto los grandes palacios de los alrededores, pero permítaseme indicar que niños y mayores se sentirán fascinados por el Oceanario, herencia de la Exposición Internacional de 1998, así como todo el barrio que lo rodea, con arquitectura inspirada en el velamen de los barcos y el mar.

Por último, como en toda ciudad con mucha historia, el paseante atento puede descubrir lugares insólitos que proporcionan placeres viajeros como sentarse en un café original o entrar en un comercio con mucho arte. Pongamos dos casos, el café la Fábrica de Lisboa, especializado en una larga carta de croissants (entre Baixa y Alfama), o la Chocolataria Equador, en Chiado (equadorlisboa@chocolatariaequador.com), una artesanía de delicias de cacao.

Recomendación final: Hágase con una tarjeta Lisboa Card: transportes públicos gratis y descuentos y muchos museos y lugares turísticos. Para estancias de varios días es realmente rentable.

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Texto y fotos:
Jesús Sánchez Jaén