AL FINAL DEL VERANO
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  AL FINAL DEL VERANO
(Relato increíble, aunque verídico)

Al final del verano estuve en Languedoc, en el sureste de Francia, cerca de la frontera española por la parte de Cataluña. Es una región feraz y en los primeros días de septiembre daba gloria ver lo hermosos que estaban los viñedos, cargados de uvas prietas y oscuras, con la vendimia recién empezada. Algún día claro, a lo lejos, veíamos los Pirineos, pero lo nuestro era más bien senderismo de salón (de toutes petites promenades, quoi?) y visitas artístico-culturales a castillos, abadías y ciudades medievales, que todo ello abunda por esa zona. (para más información, véase la página web audeturisme, que está en español)

Abadía de Caunnes Caunes-Minervois es un reflejo veraz de ambas riquezas y no se sabe qué añada es mejor, si la del vino o la de la arquitectura. El vino lo podéis degustar en cualquier taberna, bistrot o brasserie de la zona. En cuanto al arte, nosotros visitamos la abadía de Caunes, dotada de unos preciosos ábsides y dos torres disparejas, la una lisa, la otra con aspilleras, las dos cuadradas (fotos hay que dan fe de todo ello) y el resto bastante despreciable. Luego nos dimos una vueltecita por la ciudad para admirar la belleza de sus calles.

El grupo lo componemos en total nueve personas, pero para lo que ahora importa, dejando aparte una pareja que se fue por su cuenta, y un grupo de cuatro féminas que actuarán como coro, sin que sus datos personales individuales tengan ninguna relevancia a efectos del relato, contamos una señora de mediana edad y marcha más que mediana, a la que llamaremos Pilar, Adalberto (por motivos obvios se ocultan los nombres verdaderos) y una servidora. Para que os hagáis una idea, Adalberto es pequeño, peludo, suave, tan blando por fuera.. ¡ Uy, que se me está yendo la pinza! Bueno, Adalberto no es muy alto, y tiene mucho pelo, dejémoslo así.


Abadía de CaunnesAcabada la visita a la Abadía, el grupo se subdivide en cuatro: por un lado la parejita, por otro el coro femenino, por otro Adalberto, y por otro Pilar y yo. Al principio nos dispersamos; luego al entrar en una charcutería a comprar algo de fiambre para el bocadillo (visitad las charcuterías de los pueblos franceses, suelen ser maravillosas), nos encontramos con Adalberto, que está intentando hacerse entender por la dueña de la tienda, una madame absolutamente comme il faut y que por tanto no habla más que el francés y el por teléfono. Me apiado de él. Me dice la experiencia que estos chicos que escalan ocho miles luego resultan bastante cortitos en la vida diaria y si tienen que hablar raro mucho más. Y por aquello de yo te ayudo y tu me ayudas, que no se sabe la bajada que te puedes encontrar en la siguiente excursión, ofrezco, sin que nadie me los pida, mis buenos oficios de interprete en sucesiva.

Al principio me cuesta un cierto trabajo, porque no entiendo muy bien lo que quiere saber. Al parecer está preguntando por una tal Angelita, que es española y que vive por allí cerca. La dueña de la tienda no sabe, no contesta, y tras consultar con otra parroquiana da una vaga indicación acerca de que Angelita, transformada por la pronunciación aguda del francés en Angelitá y luego por cambio de dental en fricativa en Angelicá, puede que viva dos esquinas más arriba. Damos las mercies, salimos de la tienda y mientras llegamos a la esquina señalada pasando por delante de una ventana de ángulo renacentista maravillosa, consigo enterarme un poco de qué va la cosa. Al parecer Adalberto no ha visto en su vida a Angelita y no la conoce de nada. Hace como un mes vino por aquí otro grupo de madrileños y estaban conversando en la calle, lógicamente en castellano, cuando se les acercó una señora viejecita quien les explicó que era española de origen, pero que llevaba treinta y cinco años viviendo en Francia, sin haber vuelto desde entonces a la tierra patria. El grupo de españoles se sintió conmovido (poned mentalmente música de “En tierra extraña” o de “Suspiros de España”, lo que más os guste) y, sabiendo que nuestro grupo iría para allá en septiembre, una pareja le prometió que le haría llegar algo, por ejemplo una caja de galletas españolas, que la pobre Angelita no había vuelto a probar desde hacía decadas.

Y allí estaba Adalberto, con su cara de buhito extraviado y una caja de Napolitanas de Cuétara buscando en una tarde deliciosa de principios de otoño en un pueblecito francés de 3000 habitantes a una señora de la que sólo sabía que se llamaba Angelita, que era de origen español y que llevaba un regalo para ella. Y allí estabamos nosotras, Pilar y yo, intentando comprender lo que estabamos oyendo, porque la verdad es que al principio resultaba difícil de creer. Pero al fin lo hacemos, y decidimos mostrarnos solidarias, acompañando al pobre muchacho en un corto, no sé si kitsch o underground, que podría llamarse “Buscando a Angelita deseperadamente”.

Primero vamos hacia la esquina que nos han indicado en la tienda. Es una casita de ángulo, muy mona, y muy cerrada. Llamamos al timbre y no sale nadie. Por la calle pasan dos chavales que vuelven del colegio con su madre y por aquello de que los chicos siempre lo saben todo, y más en estos pueblos donde todavía pueden jugar en la calle, les pregunto por Angelita. La madre se acerca rápidamente por si acaso la forastera (yo) les está haciendo proposiciones raras a sus vástagos y me contesta un poco seca que no conoce a ninguna Angelita. El niño aporta la información adicional de que en esa casa quien vive es su compañero Pélaez (o el equivalente en francés.)

Pese a todo, les damos las gracias (siempre es bueno ser educado, y más en un país extranjero) y yo me dedico a “interviuar” a un señor que pasaba por allí, y que tiene una vaga idea de que hay una señora mayor de origen español que vive en la misma calle pero justo en la dirección contraria. Los tres nos vamos hacia allá y en el camino Adalberto pregunta a un par de personas cuya respuesta va del encogimiento de hombros al “desolé, je ne peux pas vous aider”. Llegados al número que nos han indicado, volvemos a llamar y nos sale una señora con un pañuelo liado a la cabeza, que primero pone cara de no entender y luego dice que no y nos da con la puerta en las narices. Más adelante tendrá lugar un intercambio de opiniones entre Pilar y Adalberto acerca de si la señora es cuestión era una berebere, como sostiene él, que ha viajado mucho por el desierto, o estaba limpiando el techo de telarañas, como sostiene ella, que tiene más de un master en limpiezas a la antigua usanza.

Nos quedamos parados en mitad de la rue, sin saber muy bien qué hacer. De repente Pilar, que debe tener ancestros en el gremio de la pescadería, se pone a llamar a voces “Angelita, Angelita”. Por un momento temo que los vecinos salgan a los balcones y nos tiren objetos contundentes, así que sugiero que nos vayamos. Adalberto dice que podemos preguntar en el Ayuntamiento (en francés Mairie), que siempre saben dónde está domiciliado cada uno, por el padrón municipal, mayormente. Allí nos atiende una chica muy mona y un poco borde, que tampoco es que ponga mucho interés en ayudarnos. Detrás de ella veo en la pared una foto de un patio renacentista cuya belleza casi corta la respiración. Pregunto dónde está el patio en cuestión y me dice que en una casa al fondo de la plaza que hay más arriba. Digo que me voy para allá pensando que, ya que no conseguimos encontrar a Angelita, por lo menos podremos deleitarnos los ojos con la arquitectura civil del siglo XV.

Por el camino nos encontramos con las cuatro del coro que están aburridas de dar vueltas por un pueblo que, como no tiene bar por allí cerca, para ellas carece de alicientes. Adalberto, casi con lágrimas en sus ojos de buhíto acorralado, les cuenta sus cuitas, mientras Carmen y yo nos vamos decididas en busca de la cultura. El edificio histórico alberga un restaurante que, dada la hora (a las cuatro y pico a ningún francés se le ocurre estar comiendo), está cerrado. En la pared hay un cartelito que explica que, pese a ello se puede entrar a ver el patio levantando el pestillo de una puerta de madera que hay allí, sólo que la puerta en cuestión carece de pestillo. La empujamos y no cede, y como tampoco es cuestión de liarnos a patadas, me doy por vencida. Un señor que nos está viendo me explica que se puede visitar a partir de las cinco, momento en el que, al parecer, alguien pone la manija del pestillo. Es un señor muy amable, que se empeña en darme explicaciones en francés, a pesar de que es obvio que no es su lengua materna, así que cambio al inglés y, como un ritornello, le vuelvo a preguntar por Angelita.

El señor debe tener una formación anglosajona, de esas que enseñan desde pequeño a creer seis cosas imposibles antes del desayuno y aunque estamos casi en la hora de la merienda, se las sigue creyendo lo mismo. Le parece recordar que hay un matrimonio español que vive justo al otro lado del pueblo, más o menos por donde hemos dejado la furgoneta. Nos da unas vagas indicaciones de girar dos veces a la derecha y tres a la izquierda, o al revés, y nos despedimos tan amigos. Le pregunto a Adalberto qué hacemos, porque si nos vamos hacia allá, ya no vamos a volver a esta parte del pueblo. El, que todavía está obnubilado de haberme oído hablar en inglés, supongo que porque no ha oído peor acento en su vida, sugiere que volvamos al Ayuntamiento. Le recuerdo que la señorita funcionaria municipal no ha sido de especial ayuda, y él dice que ya, pero que es tan mona. Yo refunfuño un poco, hago constar mi opinión de que los hombres son todos iguales y piensan con la punta de la …(no lo escribo, que soy una señora) pero volvemos para allá. La bella señorita saca una especie de registro, repasa los nombres de los que viven cerca del Ayuntamiento, y llega a la conclusión de que allí no hay Angelita que valga.

Tirando un poco del ronzal (es una forma de hablar) consigo sacar a Adalberto de la mairie y nos alejamos en busca de Angelita siguiendo de un modo aproximativo las instrucciones del señor anglosajón. Quiero decir que a estas alturas ya no nos acordamos si son tres a la izquierda y dos a la derecha o al revés. El coro nos sigue expectante, haciendo comentarios acerca de la curiosa situación que una persona más culta calificaría de surrealista. Ellas, como tienen lo que tienen y tampoco hay que pedirles más, se empeñan en que parece de película de Almodóvar. A mí personalmente la historia me parece demasiado amable para el manchego, pero cualquiera sabe.

Por el camino pasamos por delante de algunos edificios históricos y aprovecho para fotografiar al paso un par de ventanas góticas, todo ello sin pararnos, porque encontrar a Angelita se ha convertido ya en una cuestión de vida o muerte. El señor anglosajón ha dicho algo acerca de una bar. En una esquina hay una especie de bodega familiar, con un remolque en cuyo fondo aún se ven algunos granos de uva. No hay nadie, pero si un timbre para llamar. Los ojos Adalberto son ya del Oliver Twist de los buhitos, así que sin preguntar, toco el timbre. Al cabo de un par de intentos, baja por la escalera un señor con pinta de haberse levantado de la siesta, que lleva en brazos una niña de tres o cuatro años, aún medio adormilada. No conoce a Angelita, pero cree que a lo mejor unas vecinas que viven allí al lado pueden orientarnos. Yo sugiero que nos tomemos una copa de vino de evidente fabricación casera por hacerle el gasto, ya que le hemos levantado de la cama, pero el personal se muestra poco proclive a gastarse los euros y Adalberto insiste en que nos queda poco tiempo. Todo ello no parece poner en contra nuestra al amable señor, que además tampoco es el dueño de la bodega ni sabe dónde están las botellas, y que nos acompaña calle abajo, y llama a la puerta de una casita baja. Sale una señora mayor muy afable que, a las preguntas de su vecino, nos dice que si, que en el próximo portal vive un matrimonio mayor de origen español, que el marido está enfermo de la cabeza desde hace años y que, por no dejarle solo, la mujer apenas sale de casa, así que es bastante seguro que la encontremos allí.

Temblando de emoción ante la idea de que por fin vamos a encontrar a Angelita, nos vamos a la puerta de al lado y llamamos, con el corazón encogido. Mis ojos brillan detrás de mis gafas. Los de Adalberto hace rato que han adquirido la categoría de diamantes. Pilar se ha unido al coro, y están que no rebullen. Cuando la puerta se abre, vemos a una anciana encorvada, de pelo blanco, en bata de andar por casa. Del zaguán, tan pequeño que apenas cabemos Adalberto y yo surge directamente una escalera hacia arriba, muy estrecha. La señora está de pie en el segundo escalón y nos mira con cierta cara de susto. Le dejo hablar a él, que después de todo es el Frodo de esta historia, el portador del anillo, o más bien de la caja de Napolitanas, y me aferro a la cámara de fotos, para inmortalizar el momento en que Angelita recibirá su regalo y Frodo habrá cumplido su misión.

Desde el principio preveo que vamos a tener problemas de comunicación, porque la señora, parece que no oye bien, o no entiende bien, o las dos cosas a la vez, aunque reconozco que la cosa no es fácil de entender así de buenas a primeras: abrir la puerta a la hora de la siesta y encontrarte a unos desconocidos que se empeñan en regalarte unas galletas de España de parte de otros desconocidos es algo que requiere una cierta asimilación. Adalberto le explica a lo que venimos en su francés balbuceante (¿por la emoción?) y a todos se nos ensancha el corazón en el pecho cuando la oímos contestar en castellano, un castellano ciertamente muy corrompido, pero comprensible, al fin y al cabo. Nos explica que lleva 30 años en Francia, y que aún así no ha conseguido aprender la lengua de Moliére, pese a lo cual su discurso está trufado de construcciones espúreas y la pronunciación de la “R” castellana debe estar archivada con los recuerdos de infancia. Nos sigue contando que su marido está enfermo y le tiene que cuidar y que si, que los dos son españoles, pero que ella no se llama Angelita sino Carmen, y que no conoce más españoles en Caunes – Minervois. Es evidente que no hemos acertado.

Adalberto me mira con ojos de buhíto huérfano. Yo miro a Adalberto. Los dos nos miramos. El sujeta en la mano la caja de Napolitanas de Cuétara. Yo no sé que hacer. Ël tampoco. La señora nos mira. Nosotros la miramos. Afuera el coro contiene la respiración. Nos volvemos a mirar el uno al otro y ya le digo: “Bueno, es igual, dásela ¿no?” y Adalberto, con aire de capitán de los Tercios de Flandes (España y yo somos así, señora) le dice” Es igual, tenga, para usted, un recuerdo de España”. La señora parece como que no entiende y yo le insisto con voz meliflua “Son galletas. Eran para Angelita, pero si no la encontramos, pues quedéselas usted”. La señora procesa y al final parece entender que queremos que se quede con la caja de galletas. Pone cara de horror y nos rechaza “No, gracias”. “Cójalas”, le insistimos, “son galletas, de España, son para usted”. “No, no” y el tono de horror se acentúa cada vez más, “yo no puedo comeg dulce, soy diabética”.

Y nos fuimos todos de Caunes-Minervois, tristes y cariacontecidos. Así fue como yo nunca vi el patio renacentista, y Angelita jamás saboreo las Napolitanas de Cuétara.


Para saber más:

Página oficial de l'Aude, País Cátaro, con posibilidad de seleccionar lengua española
http://www.audetourisme.com/index.html


Sofía Aragón Sánchez
Prohibida la reproducción, total o parcial, sin permiso del autor

Sofía Aragón Sánchez nació en Madrid.
Es aficionada a los viajes, sobre todo de índole cultural.
Ha participado en el libro de creación colectiva "Relatos para viajes cortos" y en la actualidad se encuentra preparando otro libro.

Campaña comercio justo

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