Entramos en el núcleo duro
de la Unión Europea gracias a una limpia escalera mecánica
que nos elevó desde el vientre climatizado de la estación
subterránea hasta un cruce del centro. Con paso cauto salimos buscando
la luz metropolitana, que era intensa y fría, y nos encontramos en
una ancha avenida peatonal de nombre impronunciable. Desde el aire, unos
momentos antes de aterrizar en el complejo aeroportuario, vimos los bosquecillos
caducifolios que cercan la ciudad y esconden los suburbios residenciales.
Un tapiz centroeuropeo de ocres turbios, irregulares, y de amarillos otoñales,
quebrado por la grieta oscura del Rin, que brilla con el sol de octubre.
El norte está lleno de frío, tanto como el sur de hambre,
pero en todas las esquinas del Estado del bienestar hay un modesto radiador,
eficaz, servicial, pintado de gris mate para que no se note.
El tren de cercanías atraviesa,
sin sobrepasar la velocidad máxima permitida ni los niveles de ruido
establecidos en la normativa comunitaria, arboledas políticamente
correctas y pasos a nivel en los que las bicis, vehículos ecológicos
que permiten el desarrollo sostenible, esperan su turno. Y en pocos minutos
nos vimos de pie, con las manos en los bolsillos, en una avenida peatonal
de nombre impronunciable donde el frío limpio del Estado del bienestar
pasaba a ras del pavimento adoquinado y levantaba las hojas multicolores
de los plátanos con un rumor blando y lento, de domingo. Tres de
la tarde. El silencio parecía artificial, y unos pocos ciudadanos
del núcleo duro paseaban con ademanes lentos, se diría que
con miedo a tocarse. Las pocas familias del Estado del bienestar que no
se han quedado en casa viendo los canales digitales sacan a sus hijos únicos
a pasear. Bicicletas de última generación, pero en miniatura,
casco sobre los rizos platino y rodilleras, por si acaso. Escaparates amplios
con las marcas más reconocibles de la economía globalizada:
perfumes, pantalones, compañías aseguradoras. Un niño
recogía, con ayuda de su madre, hojas de plátano, una de cada
color. Cuanto más grandes, mejor. Pero la decepción es inevitable,
porque siempre falta el azul para completar el abanico abigarrado. No, no
ha mirado bien: el azul no falta. Está en el cielo frío, sobre
las azoteas de los rascacielos acristalados, entre los letreros que anuncian
las multinacionales más célebres del norte.
Llegamos a un puesto callejero de salchichas
gracias a las indicaciones que nos dio una parejita. Estaba ubicado en plena
plaza central de la Unión Europea: iglesias góticas y oficinas
bancarias con cajeros automáticos de pantalla reluciente. Pedimos
con señas cerveza y salchichas. Esta última se sirve sobre
una rebanada de pan integral, que es más saludable que el pan blanco
para los ciudadanos del Estado del bienestar. Nos sentamos en las mesas
de madera, perfectamente higienizadas, que el ayuntamiento ha habilitado
para el disfrute del espacio público por parte de los ciudadanos
de derecho, y empezamos a quejarnos entre nosotros de lo cara que es la
divisa del núcleo duro, hasta que una joven menuda con el pelo corto
nos dedicó un “¡hola!” alegre como un reencuentro. La sonrisa,
el pelo azabache, el saludo español nos trajo una brisa del sur.
¿Cómo estábamos? Con un poco de frío, y tú,
qué tal, muy bien, ¿española?, no, peruana, ah, Perú,
qué lindo. ¿Vives aquí, en Frankfurt? Sí, con
esa falta de color y todo, pero es aquí donde hay trabajo, chico.
El tren de cercanías del aeropuerto
nos dejó en el centro del núcleo duro, y al salir a la calle,
inundada por un silencio cristalino y dominguero, no supimos si subir hacia
la zona comercial, que se veía al fondo de la avenida, entre árboles
que se deshojaban, o tomar el sentido contrario y caminar en dirección
a la plaza por el paseo adoquinado. Al pie de una farola cercana a la boca
de metro se hallaba una joven ciudadana de derecho de la Unión Europea
con aire pensativo. Nos acercamos a la chica, delgada, alta, con una melena
pajiza y lacia, recogida en una trenza pueril que le caía sobre el
impoluto abrigo negro de paño, y nos dirigimos a ella en inglés.
Nos miró, un poco inquieta, con unos ojos más azules que el
fondo de las piscinas mallorquinas donde se zambullen los ciudadanos del
norte en verano, en primavera, y hasta en los puentes, si son un poquito
largos. Nos dedicó una breve sonrisa, “yes”, y le preguntamos que
dónde nos recomendaba que fuéramos a comernos un buen par
de esas salchichas que han tomado su nombre de la ciudad, y que gracias
a la globalización económica se exportan sin barreras aduaneras
a los países en vías de desarrollo, antiguamente llamados
Tercer Mundo, para paliar, previo pago de la divisa del núcleo duro,
los problemas humanitarios, antiguamente llamados hambruna. “Es por allá”,
señaló hacia la plaza con un dedo frágil y transparente,
y en seguida se mostró más intranquila, desvió la mirada
y añadió, en inglés precario: “Perdón. Estoy
esperando a alguien”. Ese alguien acababa de llegar y era un atractivo joven
moreno y repeinado, procedente sin duda de algún país emisor
de fuerza de trabajo, antiguamente llamado pobre, situado en el área
de sensibilidad especial, antiguamente llamada Magreb. ¿Les puedo
ayudar en algo, señores?, nos pregunta, en un inglés políticamente
correcto. Sí, que dónde podemos almorzar, joven. Mientras
nos da la misma orientación que su novia, ella lo mira con ojos devotos
y una sonrisa contenida.
Claudio Colina
Pontes