AL NORTE DE ABRIL
VIAJES Y VIAJEROS
Artículos  Clásicos  Diseño de viajes  Documentos  Viajeros  Principal 

Se abrieron las puertas automáticas y doscientos belgas que esperaban a sus parientes tras la barandilla de llegadas internacionales se nos quedaron mirando. Primero observaron el bulto gigantesco que transportábamos en equilibrio precario sobre un carrito renqueante. Luego, a nosotros, que, girando la cabeza en todas las direcciones, buscábamos la salida más adecuada para abandonar cuanto antes el aeropuerto de Bruselas.

“Una cosa que no ha quedado clara es cómo vamos a trasladar los paneles. No voy a cargar con ellos. Mándalos por mensajero, habla con el agente de Madrid; tiene que haber una solución”. Habíamos entornado las persianas de la oficina para que el sol lento de aquella tarde de abril nos dejara trabajar. Durante la reunión íbamos concretando, a contrarreloj, a voces, todos los detalles de la exposición, que debían estar listos antes de esa noche. Al final, desmonté el asiento trasero del coche para llevarme a casa los paneles, de dos metros por uno y medio, y empaquetarlos. Un empleado debía pasar a las seis de la mañana para recoger el bulto.

El trenecillo salió del aeropuerto y atravesó campos grises y llanuras estrechas de arrabal, donde los hierbajos de la lluvia tardía crecían al pie de muros de hormigón pintarrajeados con firmas verdes, rojas, ilegibles. Estaba ansioso por palpar el aire del núcleo decisorio (algo de inspirador debía de tener, seguro), y tuve que esperar hasta el instante en que pisamos la calle al salir de la estación de Midi. En la avenida brillaba, entre las sombras del atardecer, un gran cartel luminoso de cerveza Jupiler, y nos entró una bocanada de brisa fría y grumosa como la gelatina invisible de un invierno venido a menos. “Estamos en el núcleo duro, amigos. Manos a la obra: a buscar un taxi”. Pero ni siquiera el más audaz de los taxistas magrebíes de los alrededores quiso hacer el intento de cargar el paquete.

*

Llegamos a Las Galletas en aquel Toyota de tercera mano, y en la terraza más cercana al mar le pedimos cerveza a aquel rubio venido del frío. Nos trajo unas Jupiler. Fue la primera vez que la probamos, y nos dijo, abriendo mucho los ojos, como si nos desvelara un secreto, que íbamos a beber la cerveza más popular de su país, Bélgica. ¿Qué hacía un belga sirviendo cañas belgas en Las Galletas? En aquella época no nos hacíamos esa clase de preguntas, no habíamos aprendido aún a atarnos la corbata, no teníamos agenda, y algunos ni siquiera usábamos reloj. Aquel día de abril, que habíamos pasado tumbados en la playa de Los Cristianos, había sido muy caluroso, y ahora el sol del crepúsculo incendiaba la lejanía del océano, mientras la luna salía ya por el lado contrario del firmamento, donde acababa de brotar la luz gélida de Venus.

Según el dueño del hotel, lo que hemos hecho no lo hacen ni los árabes. Pero de alguna manera había que traer hasta aquí los paneles, y los hemos cargado a hombros desde Midi hasta la plaza Rouppe, observando atentos el suelo para no tropezar con el pavimento roto de las aceras. En todo momento nos han acompañado las miradas curiosas de los magrebíes, sentados a las puertas de sus bares, que despiden una cantinela de música monocorde y un delicioso aroma a fritura, comino y té.
Nuestro agente en Bruselas nos esperaba en el Café Fidelius para indicarnos los últimos detalles de la exposición. Junto al edificio imponente de la Bolsa, sólido como los cimientos del Estado del bienestar, la terraza del Fidelius defendía a su clientela con calefactores colocados bajo gruesos toldos, y regalaba la vista de los parroquianos con macetas que marcaban el perímetro, en las que las plantitas empezaban a resucitar tras el pastoso invierno. El suelo de la terraza, de un color pardo incompleto, estaba enmohecido como la cáscara de un mejillón belga, y en una de las mesas de mármol, nuestro agente bebía una Jupiler. “Camaradas, la instalación está terminada”, nos dijo. “Todo está a punto, los trípticos, la mesa, el expositor, los focos. Lo único que no hemos recibido es aquel conjunto de paneles del que me habló el coordinador de la oficina central. ¿Han salido ya de Tenerife? ¿Cuándo los enviarán? Debemos tenerlos aquí mañana a las dos, como muy tarde”. Cuando íbamos a abrir la boca se levantó de repente y agitó los brazos, como si estuviera en un estadio entre miles de espectadores, para saludar a alguien que pasaba con el ceño fruncido y la barbilla enterrada en una bufanda. Es el corresponsal de El País, nos explicó.

Apareció el camarero, un magrebí delgado y moreno, con un bigote perfilado como un paréntesis, mientras le explicábamos al agente cómo había sido la salida de Tenerife, y qué esperaba el jefe que hiciéramos en la exposición. Con ayuda de un diccionario español-francés le pedimos unas Jupiler del tiempo (frías), pero notamos que el hombre se quedaba de pie junto a la mesa, como aguardando más órdenes. “¿Sucede algo?”, le preguntó el agente, en perfecto francés. Y respondió, en perfecto español, que bienvenidos a Bruselas, que se alegraba de encontrarse con un grupo de tinerfeños, que era un saharaui emigrado a Fuerteventura, y que había sido camarero en Las Américas antes de instalarse en las tierras del frío con sus primos.

 
 

Claudio Colina Pontes
Artículo perteneciente a la colección "Cartas a un pelágico" Campaña comercio justo

Volver a Relatos