Tiene
forma triangular y la separa de Italia un estrecho inestable que
da sustos con frecuencia. Los romanos la llamaban Trinacria, aludiendo
a su forma, y los griegos Sikelia, por sus habitantes, los sículos.
Por
ella han pasado griegos, fenicios, cartagineses, romanos, vándalos,
bizantinos, árabes, normandos, alemanes, franceses, aragoneses
y por supuesto italianos. Todos han dejado su huella, creando la
que puede considerarse la isla más atractiva del Mediterráneo.
Está enclavada junto a la punta de la bota italiana, y viendo
el mapa parece una pieza de un rompecabezas sin encajar en su sitio.
Un poco más a la izquierda y casi se daría con Túnez;
si la moviésemos a la derecha se llevaría por delante
el sur de Calabria. Definitivamente está en el sitio que
le corresponde, apuntando a occidente, señalando la dirección
de salida de ese mar que divide en dos partes tan desiguales, pero
con tantos puntos en común. Y ejerciendo de eje junto al
cual han pasado todas las navegaciones entre levante y poniente.
Pero
dejémonos de disquisiciones filo-geográficas y vayamos
al asunto que nos atañe. Sicilia, la tierra triangular por
excelencia, tiene atractivos suficientes para dedicarle varias semanas
de viaje, o bien para hacer una escapada corta durante la cual ver
lo más significativo. Está cargada de historia y de
arte de gran calidad. ¡Cómo no! siendo italiana y habiendo
tenido tantos y tan importantes dueños. Más no debemos
olvidar su paisaje, agreste y volcánico en la cara oriental,
suave y pintoresco en la occidental. Viajemos pues.
Las
dos ciudades más importantes, Palermo (la capital regional)
y Catania, tienen aeropuerto con vuelos internacionales. Utilizaremos
la segunda como punto de partida para nuestra escapada en
esta ocasión. Catania
está instalada a los pies del Etna, lugar poco tranquilo
pero muy fértil, con un golfo y una llanura que han
proporcionado a los “catanesi” pesca abundante
y ricos productos agrícolas durante siglos.
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La
pesca tiene importancia económica y también
social. Siempre ha sido una actividad masculina, tanto
en el mar como en el mercado. Son ellos quienes pescan,
quienes venden y quienes compran. Peculiar es la estampa
de los puestos callejeros de pescado, donde si hay
alguna mujer es por equivocación. El pescado
es cosa de hombres, y una generación tras otra
ellos aprenden a distinguir especies y frescura, y
a negociar el precio.
El mercado de Catania
es uno de sus grandes atractivos, pero más
si cabe la “Pescheria”, repleta de hombres
adustos que sopesan con mirada de expertos la mercancía.
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La
ciudad fue fundada por los griegos, como casi todas las del oriente
de la isla, pero los terremotos y las erupciones han dejado poco
de aquellos tiempos, salvo restos escasos del teatro, el anfiteatro
y de un odeón. El recorrido por sus calles lleva de un palacio
barroco a una iglesia, y de ésta a un monasterio o a otro
palacio. Destaca la Catedral de Santa Agueda, originalmente normanda,
pero reconstruida también en el barroco, cuando tras el terremoto
de 1693 hubo que rehacer casi todos los edificios. En el siglo XIII
se construyó el castillo Ursino, formidable residencia para
el emperador Federico II, que temía una revuelta popular.
La sombra y las fumarolas del Etna son alargadas.
Allí está siempre, humeante y amenazador, pero
a la vez atrayente por su imagen altiva, poderosa y enigmática.
Qué mejor lugar que Catania para emprender su ascensión.
Una carretera lleva desde el norte de la ciudad al refugio
de La Sapienzia, a 1910 m de altitud, en pleno corazón
del gigante. Hay diferentes rutas para descubrir los secretos
geológicos del Etna, pero quizá lo mejor sea
hacerlas de la mano de expertos locales. El grupo de guías
del Etna Norte (Gruppo
Guide Etna Nord) realiza rutas guiadas de diferentes niveles
por el paisaje creado por erupciones antiguas.
En
el lado este del volcán las carreteras bordean con
parsimonia sus laderas acercando al viajero a pueblos minúsculos,
para descender luego vertiginosamente hacia el mar hasta encontrarse
con Taormina.
Esta población encantadora sufre el agobio de las aglomeraciones
turísticas más que ningún otro lugar de Sicilia.
La vista panorámica sobre la bahía que puede disfrutarse
en el teatro romano y las calles pintorescas entre la plaza del
Duomo y la via del Corso distraen la atención de los visitantes,
que a menudo pasan de largo ante el espléndido gótico
del palacio Corvaia, de la casa Badia Vechia o del palacio Ciampoli.
Hay numerosas tabernas y cafetines en las calles aledañas
a la catedral donde saciar el hambre puede ser un placer equiparable
a lo que relató Goethe en su “Viaje por Italia”
al describir esta localidad.
Junto al palacio Corvaia se conserva parte de la estructura de la
naumachia, un escenario que los romanos llenaban con agua para representar
batallas navales. La fábrica de ladrillo destaca entre la
calle ajardinada y las casas de color crema.
Nuestra ruta continua hacia el norte en dirección a
Messina, donde parece que podría tocarse
con la mano el continente. Esta población es tan transitada
como antaño al ser el punto de embarque hacia Calabria.
Cruce de todos los dominadores de la isla en su camino hacia
y desde la península itálica, conserva algunos
edificios de gran interés fruto de tanto trasiego.
En especial Santa Annunziata de los Catalanes, una iglesia
normanda construida entre los siglos XII y XIII.
El
Duomo, como en toda ciudad italiana que se precie, es el edificio
de más valor. Fue reconstruido casi en su totalidad
tras la Segunda Guerra Mundial, aunque mantiene algún
elemento de la obra normanda original. Su posición
estratégica ha sido apreciada desde la antigüedad.
Tucídides, el historiador griego del siglo V a.C.,
describe con las palabras siguientes la conquista de Messina
por Siracusa durante la guerra del Peloponeso:
“Llegado
el verano, al principio del estío, cuando las mieses comienzan
a espigar, diez naves de los siracusanos y otras diez de los locrios
tomaron la ciudad de Mesina en Sicilia por tratos con los habitantes,
que los habían llamado en su favor, y porque los siracusanos
veían que esta ciudad era muy a propósito a los
atenienses para tener entrada en Sicilia, temiendo que por medio
de ella cobrasen más fuerzas y desde allí los acometiesen.”
(Guerra del Peloponeso, libro IV)
El estrecho nos obliga a girar hacia el oeste en busca de
un cabo estrecho que parece un dedo impertinente señalando
un punto en el océano, el cabo Milazzo.
El pequeño pueblo tiene un castillo aragonés,
pero lo que atrae hasta allí a los viajeros es el puerto.
Desde él parten los barcos que conectan con las islas
Lipari o Eolias.
Alicudi, Filicudi, Salina, Lipari, Vulcano, Panarea y Stromboli,
estos son los sonoros nombres del archipiélago eolio, un
pequeño rosario de cuentas volcánicas a cual más
imponente. La más cercana a Milazzo es Vulcano. Se llega
a un pequeño embarcadero con unas cuantas casas y un par
de restaurantes. Desde allí parte un camino hasta la cima
del Gran Cratere (391 m. de altitud). La boca, que huele a azufre,
despide columnillas de humo continuamente, y sus bordes están
formados por lava seca de coladas recientes. Se diría que
su calma aparente invita a descender camino del infierno de Dante,
o tal vez en busca del centro de la Tierra, emulando a los protagonistas
de la novela de Julio Verne.
El
lugar es propicio para contemplar todo el archipiélago. En
primer plano Lipari y Salina, un poco al oeste Alicudi y Filicudi
y en lontananza hacia el noreste el perfil piramidal de Stromboli.
Es inevitable evocar en ese momento la atmósfera opresiva
y las duras condiciones de vida reflejadas en la excelente película
homónima de Roselini.
Si el cielo está limpio se aprecia una fina columna de humo
saliendo del Stromboli. Imaginamos a Ingrid Bergman acariciada por
el viento caliente mientras camina por aquellos senderos angostos,
tan opresivos como la vida en la aldea.
La
frecuencia de barcos es suficiente para poder visitar dos o tres
islas en un día y regresar luego a Milazzo si se tiene precaución
con los horarios de regreso.
Desde Milazzo continuamos viaje hacia el oeste bordeando la
costa. Al poco un giro de la orilla hacia el norte abriga
la antigua Tindaris, ciudad fundada por los
siracusanos para conmemorar una victoria sobre los cartagineses
en el siglo IV a.C. Algunos restos de los edificios principales
y un pequeño museo de sitio dan fe de la colonia de
Siracusa.
Seguimos la línea de la costa hasta Cefalú,
una de las poblaciones más pintorescas de la isla.
Ocupa un pequeño saliente costero bajo un promontorio.
Las casas parecen adentrarse en el mar sobre una lengua de
tierra, agrupadas en torno a una preciosa plaza en la que
la catedral normanda observa desde su podio particular. Esta
catedral, construida bajo el reinado de Ruggero II, mezcla
elementos decorativos normandos, islámicos y bizantinos.
De entre todos ellos destacan los mosaicos del ábside
central y los suelos de mármoles de colores. Su valor
es equiparable al de la catedral de Monreale. Paseando por
sus calles cargadas de ambiente marinero se encuentra el Osterio
Magno, un palacio normando, y el museo Mandralisca, con arte
renacentista y restos grecorromanos. Cefalú suele ser
un lugar tranquilo y acogedor que anima a hacer noche y a
detenerse un tiempo contemplando el atardecer en su puertecillo.
Desde Cefalú la autovía lleva hacia Palermo,
pero a la altura de Buonfornello hemos de coger la desviación
a la A-19 hacia el sur. Esta carretera se dirige al interior
de la isla por una ruta serpenteante. A unos 70 km la A-19
se encamina al este y poco después aparece la salida
a una localidad muy interesante, Enna. Sus
habitantes consideran que están en el centro geográfico
de Sicilia, y sea cierto o no, el hecho es que el conjunto
urbano ofrece desde lejos una panorámica espléndida.
De origen sicano, Enna contiene un castillo lombardo, un Duomo
barroco, dos torres medievales y un palacio gótico
aragonés, suficientes elementos para justificar una
visita. Si pasa uno por allí en Semana Santa, las procesiones,
famosas en toda la isla, añadirán un atractivo
más.
Una vez abandonada la autovía en Enna nos dirigimos
de nuevo al sur en dirección a Piazza Armerina.
Allí nos espera la que a juicio de muchos es la joya
mejor guardada de la isla, la villa romana del Casale. Esta
residencia señorial de los siglos III y IV, muy bien
excavada y conservada, tiene 26 estancias, la mayoría
de ellas con mosaicos de gran calidad cubriendo sus suelos.
Un aristócrata o tal vez un gobernador de la isla construyó
aquí un palacio formado por cuatro bloques de habitaciones
que convergen en un estanque central. Salvando las distancias
con Pompeya y Herculano, quizá sea la villa romana
mejor conservada del mundo.
Si el disfrute de las escenas de caza, de las alegorías de
los continentes y de personajes mitológicos nos deja algo
de tiempo libre, la visita a la zona puede completarse con las ruinas
grecorromanas de Morgantina. Para ello será necesario regresar
a Piazza Armerina y dirigirse al este por el pueblo de Aidone.
Nuestra
ruta sigue hacia el sur, por la carretera que lleva a Gela,
para desviarnos allí hacia el este hasta la bella población
de Ragusa. Asentada en lo alto de una pequeña
colina, la geografía la obliga a estar repartida en
dos mitades, cortadas por los torrentes San Leonardo y San
Domenico.
Nos
centramos en la más antigua, la llamada Ragusa Ibla. Con
sus calles medievales que desembocan en la plaza de la catedral,
es heredera Hibla Heraea, un asentamiento sículo que comerciaba
con las colonias griegas de la costa. El centro de la localidad,
de tamaño muy asequible para una visita corta, está
lleno de buenos ejemplos del barroco siciliano.
En
las afueras, a unos 20 km, se encuentra el palacio de Donnafugata,
una casa de campo señorial fortificada en el siglo XIX que
forma parte de los escenarios de la novela “El Gatopardo”,
de Guiseppe Tomassi di Lampedusa. Allí sitúa el autor
la residencia veraniega del príncipe de Salina, protagonista
de la novela e interpretado magníficamente por Burt Lancaster
en la película de Visconti.
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Después
del pequeño desvío literario ponemos rumbo
al este otra vez, y tras dejar a un lado Ispica llegamos
a Noto.
Esta
bonita ciudad fue reconstruida completamente en el siglo XVII
a causa del terremoto de 1693. Ello dio oportunidad a sus
habitantes de desarrollar una variante del barroco siciliano,
plasmada en las formas decorativas espectaculares del palacio
Ducezio (ayuntamiento), del palacio Villadorata y del Duomo,
resaltadas por el color dorado de la piedra.
Un
barroco particular, algo grandilocuente, pero cargado de seres
mitológicos y formas caprichosas. Un rasgo distintivo
que hace de Noto un lugar digno de visitarse.
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Ya
solo queda un enclave para completar el recorrido, la
bella Siracusa. Fue fundada por colonos
de Corinto, y su historia, plagada de hechos memorables
y personajes ilustres, como Ierón, Dionisio o
Arquímedes, está unida a la de los griegos
y los romanos como ninguna otra ciudad en Sicilia. Originalmente
fue un enclave en la islita de Ortigia, donde se conservan
los templos y los palacios principales. Desde allí
fue extendiéndose hacia el interior, hasta las
alturas del Castello Eurialo, la fortaleza del tirano
Dionisio.
El templo de Atenea (luego convertido en catedral),
la fuente Aretusa, el templo de Apolo, las latomías,
el teatro griego, la vía de los sepulcros, las
termas, el foro, las catacumbas, son lugares tan evocadores
de episodios del pasado como el foro republicano en
Roma. Entre ellos hay iglesias renacentistas y barrocas,
palacios y castillos góticos, y restos de la
muralla medieval que hacen de Siracusa un lñugar
especial en la isla.
Quizá
no haya final tan atractivo para el viaje que contemplar
como oscurece en el pequeño puerto de Ortigia
antes de encaminarse a cenar en una de las tabernas
locales, donde disfrutar de las especialidades de pastas
y pescados sicilianos.
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Texto
y fotos
Jesús Sánchez Jaén
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