(HOMENAJE
PERSONAL A JULIO VERNE EN EL AÑO DE SU CENTENARIO)
Hace
unos meses, en el momento doloroso de deshacer definitivamente la casa de
los padres, mientras metíamos en una caja de cartón los libros
de la colección RTVE, mi hermano comentó que en esos libros
habíamos aprendido a leer. Y eso no es cierto, quizás fueron
los que nos introdujeron en la lectura adulta, pero antes de ellos, antes
de Cortázar, de Cunqueiro, de Unamuno, de Baroja, de Galdós,
incluso antes de Melville, de Stevenson o de Defoe en esas ediciones adultas,
sin imágenes, estuvieron los libros de Julio (que no Jules) Verne,
con sus dibujos cada tres páginas, el viejo y querido Tío Julio,
que llenó tantas tardes de mi infancia.
Si,
de mi infancia ¿qué pasa? También las chicas leemos a Julio
Verne, por lo menos yo lo leía. Los libros eran de mi hermano, pero yo
he sido bibliófaga desde mi más tierna infancia y no me bastaban
los valses de Sissi(1) , y las desventuras de las hermanas March(2) (tendrían
que pasar muchos años y muchos libros escritos por mujeres para que yo
llegase a valorar la obra de Louise May Alcott). Mi lema era “Más
papel, esto es la guerra”, y por allí, por mis lecturas infantiles,
pasaron también los tres mosqueteros y su acompañamiento, las
lánguidas princesas de Rubén Darío, los cuentos recogidos
por un turista yanqui en la Alhambra, los héroes escoceses de Walter
Scott, las primeras obras clásicas y, por supuesto, el Tío Julio. Hay
títulos que no se pueden olvidar, que me saben a yogur en tarros de cristal
y a un mundo que se descubría todos los días, a estufa de butano,
sillas de skay, muebles de formica y televisión en blanco y negro: “Veinte
mil leguas de viaje submarino”, “ Viaje al centro de la tierra”,
“A través de la estepa”, “La vuelta al mundo en ochenta
días”, “La Jangada”, “La isla misteriosa”,
“Los hijos del Capitán Grant”, “Miguel Strogoff”,
“Cinco semanas en globo”, “Las tribulaciones de un chino en
China”, “Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el Africa Austral”… No
siempre eran libros fáciles de leer. Había en ocasiones una cantidad
de información excesiva, sobre todo para alguien tan poco dada a las
ciencias físicas y químicas como yo. Sin embargo, se perdonaba
todo, incluso la descripción detallada de un mechero Bundsen, que debe
ser algo que dejó de usarse a principios del siglo XX, para seguir la
acción, las peripecias de los protagonistas. Unos protagonistas con los
que no siempre era fácil identificarse. No sólo había pocos
personajes femeninos, es que los sabios científicos y los heroicos exploradores
tampoco eran amables “per se”. Los personajes simpáticos
eran los criados, sobre todo Passepartout, llamado “Picaporte” en
la versión traducida que yo leía, herencia quizás del viejo
Moliére, no sé. Hasta donde yo recuerdo el único personaje
con el que llegué a identificarme fue el joven Axel, que acompaña
a su tío al centro de la tierra y pasea atónito entre bosques
del cuaternario y explosiones volcánicas. Algo
de ese ver sin llegar a entender, pero disfrutando cada minuto era la impresión
que yo sacaba de las lecturas de Verne. Esa agitación constante, ese
ir sin parar de un lado a otro, ese conocer cosas nuevas sin llegar a asimilarlas
del todo. Claro que lo mismo les pasaba a los protagonistas de otra novela que
yo frecuentaba por aquella época, unos tales Periandro y Auristela(3)
, que se dedicaban a ir de isla en isla, de país en país, vestidos
unas veces de hombre y otras de mujer, sin que dejasen de pasarles cosas, y
sin saber muy bien en qué iba a acabar todo aquello. No
he revisitado después en versión original ninguno de los países
vernianos de mi infancia, como si que he hecho, por ejemplo con la Isla de Nunca
Jamás(4) . En algún momento de la adolescencia, entremezclados
ya con las lecturas adultas, vinieron “El castillo de los Cárpatos”
y “Las Indias negras”, pero los yogures se comercializaban en envases
de cartón, y ya no sabían lo mismo. Si que resurgió la
vieja entrega, la confianza infantil que me hizo entrar hasta tal punto en la
desesperada búsqueda romántica de Franz de Telek como para creerme
aquel novelón gótico sin pensar en ningún momento en algo
tan prosaico y tan presente en mi vida como un magnetófono. Y debo confesar
que en “Las indias negras” no llegué a encontrar los supuestos
elementos autobiográficos y psicoanalíticos de las relaciones
entre Verne y su padre que anunciaba algún crítico. Hubo también,
perdida entre whodunnits anglosajones, una novela policíaca extraña,
“El secreto de Wilhem Storitz”, que tenía algo de los cuentos
fantásticos de los románticos alemanes(5) , mezclado con la anticipación
de H. G. Wells(6). Me gustó, pero para mí, aquello no era Verne.
Y
desde entonces, poco más. Hace un tiempo empecé a ver en ediciones
francesas títulos que me eran desconocidos “Le beau Danube jaune”,
“Paris dans le XXéme siécle”, “Robur le Conquerant”,
“La chasse au météore”, “Le volcan d’or”
y los compré, porque en cuestión de libros yo compro casi todo,
aunque leerlos no los he leído. Y ahora, con motivo del centenario,
las mesas de novedades se llenan de los clásicos de toda la vida, y
yo vuelvo a ver títulos casi olvidados como “La esfinge de los
hielos”, “Las aventuras del Capitán Hatteras”, “Dos
años de vacaciones”, “De la tierra a la luna”…
Y otros más, cada vez que me acerco: “Un invierno entre los hielos”,
“Escuela de Robinsones”, “El faro del fin del mundo”,
“La ciudad flotante”… Y, a la inversa que la magdalena de
Proust(7) , ellos me hacen venir a la boca un sabor de infancia y de esperanza.
Ya no tengo diez años, pero todavía puedo leer por primera vez
a Julio Verne.
Y
a los que me cuestionen la conveniencia de semejantes lecturas en la edad adulta,
les recordaré que, según el tango, “siempre se vuelve al
primer amor”(8) , y que “veinte años no es nada”(9)
así que hoy “con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon
mi sien”(10) , me planteo el reencuentro con aquel señor de barba
blanca. Sobre todo porque, retomando mi discurso inicial, con Verne aprendimos
a leer, y si hemos podido sacar placer de nuestro paso por Macondo(11) , por
el condado de Yoknapatawpha(12) (en este caso no siempre y con cierta dificultad,
pero aún así) o por la mismísima Tierra Media(13), es porque
antes estuvimos en la isla misteriosa o a bordo del Nautilus. Y
porque, de alguna manera, el tren que atropella a la pobre Ana Arkadievna(14),
es el mismo tren que, a través de la estepa, llevaba hasta Pekín
a un enamorado chino que no podía pagarse el billete, facturado como
equipaje en una gran caja de cartón. Así
que ¡hasta pronto, tío Julio, y gracias por todo!
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(1) Diversos títulos apócrifos publicados debido al éxito
de las películas de Romy Schneider, con título tales como “Sissí”,
“Sissí, emperatriz”, “La alegría de Sissí”,
“Sissí en la isla de las rosas”…
(2) “Mujercitas” de Luise May Alcott
(3) “Los trabajos de Pérsiles y Segismunda” de Miguel
de Cervantes
(4) “Peter Pan” de James M. Barrie
(5) Sobre todo. E.T.A. Hoffmann, pero también La Motte-Fouqué,
Tieck, Von Arnim…
(6) “El hombre invisible” , aunque decirlo suponga reventar
la historia de Verne
(7) “Por el camino de Swann”, primer tomo de “La búsqueda
del tiempo perdido”
(8) “Volver”, tango de Alfredo Le Pera y Carlos Gardel, que
le gustaba cantar a mi padre
(9) Ibidem
(10) Ibidem
(11) “Cien años de soledad” de Gabriel García
Márquez
(12) Presente en la obra de William Faulkner
(13) Presente en la obra de Tolkien, en especial en “El Seños
de los Anillos”
(14) “Ana Karenina” de Lev Tolstoi
Para
saber más
*
Libros:
- SALABERT, MIGUEL,Jules
Verne, ese desconocido, Alianza Ed, 2005
- CABRE, JORDI, Julio Verne, Parramón Ed., 2004
*
Internet:
- MEMBA, JAVIER. Julio
Verne, 100 años después. elmundo.es,
cultura
http://www.elmundo.es/elmundo/2005/03/24/cultura/1111650950.html
- AMIENS, Jules Verne 2005
(pagina oficial del aniversario de Julio Verne;
en francés)
http://www.julesverne-2005.com
Sofía
Aragón Sánchez
sofiaas@viajesyviajeros.com
Sofía
Aragón Sánchez nació en Madrid. Ha participado
en los libros de creación colectiva "Relatos para viajes
cortos" y "Un lugar donde vivir". Es colaboradora habitual
de Viajes y viajeros.com |
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