Después de una boda trocha, marcada por la ruptura del protocolo,
zapatos de puntera y piel de serpiente, roqueros travestidos y valses
brelianos, la novia y yo marchamos de luna de miel a Buenos Aires.
“Garçonnière, carreras, timbas, copetines de vicioso”,
cantaba Gardel en Tengo miedo. No exactamente, pero algo
de eso también hubo en nuestra estadía en la megalópolis,
en ese viaje que tenía pendiente desde hacía veinte
años (“que veinte años no es nada, que febril
la mirada”), una inmersión en la urbe de las urbes, en
la ciudad cincelada a golpe de migraciones, dictaduras y bandoneón.
Estadía. Preciosa palabra.
Quizás la primera que escuché en esta primera visita
al reino del lunfardo. “Bienvenidos a Buenos Aires. Que pasen
una grata estadía”. Así se presenta en el aeropuerto
el tipo de la agencia que ha de conducirnos al hotel. En contra del
tópico, el porteño que pudimos conocer en el siglo XXI
no es aquél que para suicidarse se arroja desde lo alto de
su ego. Este porteño no es soberbio; es cálido, amable,
cariñoso, perspicaz, mundano, ingenioso.
Una hora de tránsito fluido desde
el aeropuerto de Ezeiza, un par de peajes, Felipa reclamando a Orange
que no le activaron el roming, Andy Kusnetzoff en Radio Metro y la
sección “¿Da para darse?”.
Da para darse. Quiere decir “follar”.
Como “coger”. Hombres y mujeres llaman a un conocido/a
y le formulan la preguntita de marras: “¿Da para
darnos?”. En abierto, ante millones de oyentes. Esta es
la espontaneidad argentina, aquella que los españoles (gallegos,
para ellos) perdimos en nuestro tránsito a la macabra europeización.
A partir de aquí y de la respuesta del interpelado, risas a
full. El conductor de esta sección del programa Perros
de la calle es Andy Kusnetzoff, ese desaliñado y rubianco
(hoy canoso) ex reportero de Caiga Quien Caiga, edición
argentina, la primigenia. Aquí en España pudimos verlo
de vez en cuando, en la gloriosa etapa del Gran Wyoming, Pablo Carbonell
y Tonino.
El
chófer de la agencia suda de la risa cuando el tipo le dice
a la tipa que NO da para darse. Abre la boca mostrando su irregular
dentadura. Y grita:
-Ché, ¡es bárbaro!
Entrás en los demás autos y en todos suena la misma
cosa: Radio Metro.
Buenos Aires desde el coche es cálido
y salvaje, caótico y eufónico, ruidoso y sensual, sucio
y brillante, majestuoso y loco. Como más adelante, en una cena,
hablando de Piazzolla, más concretamente de Adiós,
Nonino, nos reveló el gran Néstor Goyanes, el reparador
de sonrisas:
-Adiós, nonino es Buenos
Aires. Es esto, el tránsito infernal. Los coches, la gente,
el bullicio. La hermosura y la tristeza.
Felipa continúa porfiando con
la compañía telefónica. El chófer se gira
inquieto:
-Ese llamado le va a costar mucha plata.
-Lo paga la compañía –le
aclaro.
El chófer me cuenta que conoció
a un cliente que en su estadía en Buenos Aires gastó
seiscientos euros en conferencias. Algo más que una fortuna
para ellos, que tienen el peso casi cinco a uno frente al euro. Casi
cinco pesos por un euro. En Buenos Aires es muy barato comer en la
calle. Por diez euros te pegas el festín. Bife de chorizo,
bachín, costilla, matambre, morcilla, choripán, panqueque
de palta, pizza mozzarella, empanada de carne, dulce de leche, agua
con gas, alfajores. Imposible pasar dos semanas y no engordar cinco
kilos.
Llegamos a nuestra morada, el Hotel
República, Avenida 9 de Julio, ciento cuarenta metros de ancho,
una de las avenidas más amplias del mundo, a lo largo de toda
ella la embajada de Francia, el Teatro Colón (ahora en plena
y polémica rehabilitación), la estatua de Don Quijote
(un horreur español) en la intersección con
la Avenida de Mayo, el edificio del Ministerio de Desarrollo Social,
la punta oeste de la peatonal Lavalle, la Plaza Constitución.
Cómo no, el Obelisco.
-La Avenida 9 de julio es la más
ancha del mundo –nos aleccionaría Néstor más
adelante-. En Buenos Aires todo es a lo grande. Las avenidas, los
bifes, los parques, los ríos, los edificios, las confiterías,
los monumentos.
(Los corazones, Néstor, los corazones).
El chófer nos ayuda a bajar las
maletas y se despide:
-Que pasen una grata estadía.
Y no olviden: Radio Metro. Da para dar.
Entramos en el hotel, de inmejorable
ubicación, céntrico, en una de las arterias principales
de la ciudad, rodeado de Corrientes, Esmeraldas, Suipacha, Florida,
Lavalle, Avenida del Libertador, Avenida de Mayo, calles antológicas
de tango, presas de la efervescencia bonaerense. Pronto confirmamos
que el hotel se trata de un falso cuatro estrellas. Nos conceden una
habitación limpia, pero muy escasa de metros. Gracias a la
habilidad de Felipa, nos realojan en otra, ésta sí,
decente de metros. Otra cosa, realmente. Yo por estas cosas no sé
pelear. Me hubiese conformado con la primera y me hubiera autoengañado.
Será la impronta de haber pasado tantos veranos en campamentos,
adecuándome al olor de pies de pibes salvajes. La habitación
es interior. Creí que por ello iba a estar libre de ruidos,
pero afuera suena ininterrumpidamente un runrún, creo que el
motor del aire acondicionado del edificio. Por otra parte, el aire
acondicionado no es tal. Parece un ventilador, ruidoso y que remueve
el aire. No hace mucho calor en Buenos Aires, quizás porque
el verano acaba de asomar. Veinticinco grados. Como la habitación
es pequeña, el aire acondicionado se apaña.
Nos llama Esteban, nuestro guía
en este viaje. Bajamos al lobby. Encontramos a un tipo de treinta
años, que de purrete fue rubio. Ojos azules, de natural
cargado de espaldas. Un tipo guapo y encantador. Locuaz y sencillo.
En la conversación nos confiesa que es arquitecto. Guau
.
Seguramente tenga más de un laburo, la tónica en este
país, azotado por la crisis constante, la devaluación
del peso, las dictaduras y el mangoneo, cuyos ciudadanos pelean de
lo lindo su sustento. Nos explica la ciudad por zonas y actividades.
Nos desaconseja un City Tour. Por ahí no hacía falta
convencernos. Aparte de nuestra propia iniciativa, contamos con la
ayuda de Néstor y Andrea, nuestros amigos argentinos que ejercieron
de exagerados cicerones. A partir de ahora, sólo recurrimos
a Esteban para concertar un par de visitas y las horas de recogida
para los vuelos a Iguazú, vuelta a Bs. As. y regreso a España.
Estamos hambrientos, después
de trece horas de avión y un par de horas más de asentar
el campamento. Son cerca de las tres de la tarde. Vamos a buscar un
restó (restaurante), pero de frente, al salir del hotel, nos
topamos con el Obelisco, el Monumento Histórico Nacional icono
de la ciudad. Fue construido con motivo del cuarto centenario de la
primera fundación de la ciudad. Tiene casi 68 metros de altura.
Su arquitectura es simple pero efectiva. Si te pierdes en esta ciudad
de amplísimas y largas avenidas, no tienes más que mirar
al cielo, y ahí se yergue, como un péndulo medidor del
latido porteño. A su lado cayeron las primeras fotos del viaje.
Marcos Gualda
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