Galway –
Aran – Doolin (19-VIII-2004)
El día ha empezado nublado, ha ido a más y se ha redondeado
la faena con una lluvia incesante que nos ha tenido en remojo bastantes
horas. Aran es un lugar desolado, árido, gris, el cielo parece
que va a desplomarse sobre la isla, y esa sensación se acrecienta
cuando llueve. Todo tiene el mismo color, gris la piedra caliza,
gris el agua que cae del cielo y el que rodea la isla, y grises
las nubes, una monocromía que impresiona. Sin embargo unos
pocos rayos de sol sirven para alegrar el paisaje, haciendo brillar
escuetos prados encerrados entre cercas de piedra.
La excursión
en bicicleta, con la que soñábamos ya desde España
como un elemento especial del viaje, se hace dura por el viento
y el agua, pero nos permite contemplar bastantes más cosas
que si fuésemos caminando. Nada más empezar a pedalear
ha habido que acogerse al refugio cálido de una tienda de
prendas de lana, pues la lluvia parece una tormenta; pero al rato,
armados de valor (y de necesidad, ya que el tiempo va pasando y
queda mucho por hacer antes de regresar al barco), nos hemos abierto
camino entre los charcos y la cortina de agua para abordar las primeras
cuestas, en dirección al Fuerte Negro o Dún Duchathair.
Éste se encuentra en la costa suroeste de la isla, al borde
mismo de los acantilados, y para llegar a él hay que pasar
por un amplio karst de caliza oscura que brilla con la lluvia. Los
retazos de hierba que crecen entre los agrietados bloques de piedra
ponen una nota de color intenso en esa especie de mar oscuro que
forma el karst mojado. El fuerte consta de foso y muralla, pero
ésta no lo circunda por completo, finalizando en el acantilado,
que le sirve de defensa por ese lado; el recinto, en suma, es casi
un arco de círculo de más de 200 grados, rematado
por el abismo insalvable que se abre al mar. En su interior se aprecian
los muros de cabañas circulares, sin duda las viviendas de
las gentes de la Edad del Hierro que se refugiaban con sus ganados
tras la espesa muralla.
De regreso
a la carretera para seguir la visita a la isla hemos disfrutado
de uno de los escasos momentos soleados del día, que hace
surgir del plomizo ambiente el pueblo de Kilronan y su pequeña
bahía, donde se refugia el único puertecito de la
isla.
Atravesamos
la localidad disponiéndonos a seguir pedaleando por este
enorme pedazo de roca anclado en mitad del Atlántico. Los
pequeños prados ahítos de agua y hierba salpican de
verde el paisaje, pero nos llama la atención la ausencia
de ovejas; ¿dónde está, entonces, la materia
prima para los famosos sweters de Aran?, ¿se habrán
difuminado momentáneamente entre el gris predominante?. Nada,
en todo el día no hemos visto ni una siquiera; un misterio
de la isla, o tal vez solo una muestra de la industrialización
de la artesanía local, que quizá importa la lana de
la isla grande (Irlanda) para elaborar aquí las renombradas
prendas.
Entumecidos
por el agua y el viento hemos ido descubriendo, poco a poco, bonitos rincones,
como la minúscula playa de Kilmurvy, un lugar que debe ser agradable
para bañarse cuando haga sol, quizá algún día.
En realidad lo que añoramos es la chimenea con la turba ardiendo
que suele haber en muchas casas y pubs de Irlanda.
Y por fin la lluvia parece
darnos una tregua cuando llegamos al principal recinto arqueológico,
el Dún Aonghasa o Fuerte Grande. Descendemos de nuestras
monturas a pedales y recuperamos el gusto por caminar en la cuesta
que sube hasta los acantilados.
Un
simpático ancianete surge de la bruma al disiparse ésta
lentamente, y sentado sobre unas rocas ameniza la ascensión
de los caminantes con su viejo acordeón, tañendo melodías
tradicionales. Esta fortaleza es la más grande de Inishmore
y conserva varios recintos amurallados, precedidos por un espacio
de piedras clavadas de punta, para aumentar la defensa al modo de
los castros vacceos de nuestra meseta. El abismo de los acantilados
cierra las murallas en un corte a plomo sobre el mar; sin duda los
habitantes de estos lugares tendrían prohibido sentir vértigo,
pues el espacio dedicado a las viviendas es tan reducido que por
fuerza debían acercase al precipicio. Es arduo tratar de
imaginar como vivía aquí la gente hace unos 3.000
años, en la Edad del Hierro: un tiempo inclemente, escasos
recursos, poca tierra fértil, una vida dura y de pura subsistencia,
aunque quizá el propio aislamiento que proporcionan estas
islas fuese el bien más preciado, en momentos en que la defensa
era algo importantísimo, y la razón de instalarse
en parajes tan desolados. Los fuertes, situados siempre en la costa
más abrupta o en los promontorios, tienen sus puertas y sus
muros más robustos orientados en dirección noreste,
hacia las playas y las tierras bajas, lugares de donde podían
provenir los posibles enemigos; por el otro extremo de la isla,
el suroeste, solo las aves son capaces de llegar hasta tierra.
Las horas van pasando con rapidez
y se impone el regreso. De la lluvia van quedando jirones de nubes
que ensombrecen la tarde. Al pasar junto al cerro más elevado
de Inishmore nos hemos detenido unos minutos para visitar otro de
esos bastiones circulares, Dún Eochla, restaurado con sabiduría.
Este data de la Edad del Bronce y es completamente circular, al
no hallarse respaldado por ningún precipicio. Asemeja más
a un incipiente castillo, de muros no muy altos, con un paseo de
ronda y con restos de una vivienda en su interior. Su imagen me
ha traído a la memoria inmediatamente aquel otro que visite
años antes en el norte de Eire, Grianán Ailigh. Fortificaciones
de cronología confusa, probablemente habitadas durante centurias,
con la misión principal de proteger las posesiones de sus
habitantes y a ellos mismos ante enemigos de toda clase.
Por fin descendemos
al puerto de Kilronan, donde la tarde cae silenciosa y fría tras
la lluvia, que se resiste a marchar; como nosotros, que hubiésemos
deseado disfrutar unas horas más de este extraño lugar, poblado
por gente afable y sencilla, pasear sus calles y saborear un té
en alguno de sus preciosos pubs. Las tiendecitas dispuestas junto al puerto
abastecen a los turistas de artesanía y recuerdos de la isla y sus
fachadas de colores son la última visión de Inishmore.
El
transbordador se pone en marcha alejándose, silenciosamente, de
la tierra del oeste inhóspito.