Publicado: 28 - 4
- 2017
Muchos
miles de años antes de que los Tehuelches fueran los
señores de la Patagonia, otras mujeres, otros hombres,
habitaron la meseta infinita que va de la cordillera al Atlántico.
En el noroeste del actual territorio de Santa Cruz decidieron
dejar las marcas eternas de su paso por cuevas y grutas. El
autor, periodista y psicólogo, recorrió en febrero
de 2016 la Cueva de las Manos y el Alero Charcamata. Estas
son sus imágenes e impresiones.

1. Ni siquiera tienen
nombre. Pero tuvieron manos, cueros abrigados, alimentos,
huesos, techos, un río y paredones… grandes paredones
y muchas ganas de contar su vida, sus partos, sus métodos
de cazas, sus animales y hasta el esplendor de su luna llena.
Son los cazadores recolectores que vivieron 10.000 años
atrás en los aleros de piedra del cañadón
del río que tomó el nombre de la actividad más
importante de aquellos innominados, Pinturas.

2. Moverse en esos lugares
es como caminar por la mitad de la nada. Los mojones a los
que sujetarse son pocos, un guanaco por acá, una manada
entera más lejos; yeguas salvajes al galope y ñandúes
protegiendo a sus charitos. Mirar hacia arriba es chocar contra
los cielos mejor pintados de la Tierra. Ahí, en ese
mundo desierto, cada hilito de agua que cae de las nieves
a los lagos y desde esos espejos sale a buscar el mar, allá,
casi en el infinito, logran tajear la meseta y convocar vidas.
De mujeres, hombres y niños. De guanacos.
3. El Río Pinturas
nace en un macizo de 2.700 metros de la Cordillera de los
Andes; 200 kilómetros después empieza a buscar
al Deseado, a través de un cañadón que
hoy sigue siendo de ensueño, cargado de plantas resinosas
y de molles, útiles para dar color a las pinturas.
Antes de tomar el nombre de las grutas coloreadas con esos
pigmentos, en la lengua de los tehuelches, ya se llamaba Charkamak,
Valle de Pinturas. A su vera están los aleros usados
por sus habitantes para protegerse, entre ellos el Charcamata,
menos famoso pero más impactante que la Cueva de las
Manos.

4. Aquellos habitantes
primigenios vivían de la caza y de la recolección
de vegetales silvestres. Los cambios climáticos a lo
largo del año y de los siglos y las variaciones ambientales
que provocaron, definieron sus andares de centenares y centenares
de kilómetros. También sus pinturas. Siempre
estuvieron ahí, la más vieja desde hace casi
10.000 años; las más frescas desde hace 1.300.
Un mundo completo en rojo, ocre, amarillo, blanco y negro.
Con siluetas en negativo, como la mayoría de las manos,
y en positivo como las tropillas de guanacos, el puma solitario
o las abstracciones en espiral, punteadas o rayadas.

5. ¿Por qué
las manos? ¿Para qué llenarse la boca de pinturas
armadas a partir de pigmentos vegetales, de minerales molidos,
fijados con grasa, y escupir a través del hueso hueco
de algún animal y pulverizar el líquido espeso
sobre el dorso de manos izquierdas? Será la presentación
orgullosa de la herramienta física principal del hombre,
la que le permitió dejar atrás al mono, las
ganas de mostrar que ahí estaban…, seguramente.
Otros llenan los dibujos de fantasías y prefieren referirlas
a cuestiones trascendentes.
6. Las paredes de este
museo de vida, piedra y colores, al aire libre y ventoso de
la provincia de Santa Cruz tiene piezas conmovedoras, como
las del momento exacto de un parto y la de la luna de llena
iluminando la noche de los hombres y los guanacos.
7. Caminar al viento,
al sol, ese era el destino; de a cien, con un jefe elegido
por su capacidad para cazar, para elegir los mejores lugares
para el acampe bajo pieles sostenidas por enramadas. Una vez
al año, en la época de la abundancia, se juntaban
en campamentos más grandes, cambiaban lo recogido en
sus derivas, se estrechaban con otros… y pintaban.
8. Más que pasar
el tiempo, relataron sus vidas, sus sucedidos y, entre ellos,
hablaron de la caza del guanaco, fuente de comida, de abrigo
y de techo. La bola perdida es la más conocida de las
boleadoras tehuelches que habitaron estas mismas tierras muchos
años después. Una bola atada a un lazo corto.
En Charcamata y en Manos impactan las líneas, plenas
o cortadas, que le dan movimiento a las figuras planas. El
boleo de los animales es una de las escenas más destacadas;
casi como mostrarle al mundo sus movimientos tácticos,
los recorridos de su mundo.
9. El choike, ese ñandú
tan útil como sagrado, sus pisadas de tres puntas y
esa escena incomparable de una hembra con sus tres crías
acompañando su carrera, también quedaron estampadas
en la roca. Desde la planicie, dicen, imaginaban la bóveda
infinita del cielo como un campo de cacería de ñandúes
y a los extremos de los ejes, entre la planta de la pata y
las puntas de los dedos, punteaban los límites cardinales
de su mundo. El matuasto, una iguana que todavía recorre
las zonas rocosas del lugar, no escapó al trabajo del
artista que, además, imprimió el movimiento
de la cola al soltarse del cuerpo cuando, seguro, algún
incauto quiso atraparlo por ahí.

10. Es la hora. La ruta
vuelve a llamar; de a kilómetro van quedando atrás
los cazadores sin nombre, los recolectores pintores, las manos
de familias enteras, un solo zurdo imprimió su derecha
sobre la roca. Santa Cruz, las cuevas, se alejan cada vez
más hacia el Sur. Allá, como alumbrando un regreso,
cuatro guanacos parecen el fantasma de aquellos señores
de la niebla que compartieron el mundo con los hombres y sus
relatos.