"Viajando en autobús,
el vuelo es gallináceo"
Josep Plá
Sí, sí, gallináceo, pensaba yo a bordo de mi
renqueante y colorida buseta que se desplazaba, a más de tres
mil metros de altitud, por unas carreteras imposibles alzadas sobre
un manto de nubes, que no es que estuvieran bajas, sino que es que
nosotros habíamos llegado muy alto, al cielito mismo, mi amor,
y por allí no sobrevolaban precisamente gallinas, sino cóndores.
Seguro que el viejo cascarrabias del Ampurdán, con todos los
caminos que transitó en vida, no anduvo por estos que, si no,
a ver si no manda callar un ratito este guirigay de ritmos calientes
a toda pastilla que, a cualquier hora, atruenan los oídos de
los pasajeros de los autobuses ecuatorianos y que se confunden con
las voces del ayudante del chófer reclutando viajeros para
el próximo destino y las de los vendedores ambulantes que suben
y bajan del cacharro en marcha.
"Con estos autobuses, aquí no necesitan discotecas...",
seguía delirando en mi asiento, mientras que la Avenida de
los Volcanes se abría a mis ojos, soñolientos y asombrados,
como los de Humboldt un siglo atrás, a la hora cenicienta de
la aurora andina.
Indiecito que entra con su mirada impasible, cholita que sale tocada
con su sombrero y envuelta en su poncho con el bebé silencioso
a la espalda, no más darme cuenta ya había llegado a
Lasso, recuerdo de rancia estirpe española de la época
colonial, y, desde allí, ya se otea bien el Cotopaxi.
¡No, les juro que cuando esto sucedía no me hallaba bajo
los efectos de la hierba ayahuasca! Eso había sido mucho antes,
un mes o así, allá por el Oriente, en la choza de un
viejo chamán y acompañado de sus amigos. Y la ceremonia
o la bacanal, como ustedes quieran, ramo en mano ahuyentando espíritus
y aullando como condenados duró toda una noche hasta caer extenuados,
mientras en el exterior solo se escuchaban los mil sonidos nocturnos
de la selva amazónica que debieron sobrecoger a Orellana y
a sus compañeros.
Aquel amanecer, no. Aquel amanecer andaba sobrio, aunque desvelado,
y mi viaje al Ecuador tocaba a su fin.
Mientras hacía tiempo en el cruce de la Panamericana esperando
a que apareciera el jeep de algún guía que me acompañase
a ver esas desoladas llanuras que rodean el segundo volcán
en altura del país, pensaba que, en el mes y pico anterior,
más que recorriendo una tierra situada justo en la mitad del
mundo, había estado flotando entre nubes y nieblas como un
bienaventurado irresponsable y feliz. Levitaba ya en el avión,
nada más acercarnos al aeropuerto “Mariscal Sucre”
de Quito, y mi mirada fascinada se extasiaba contemplando allá
abajo los picos volcánicos que me encaminaban hacia el gran
Pichincha.
Floté, un par de días después, tras recuperarme
del soroche, cuando subí al Panecillo y contemplé, entre
niños que volaban cometas, allá abajo, la cuadrícula
perfecta del Quito colonial.
Y, más tarde, navegué en madrugadas interminables sentado
en autobuses desvencijados de camino a la Amazonia, por las viejas
rutas que conducen a Baeza y a Tena entre los altos páramos
desiertos.
Cuando, tras una semana, regresé de la selva al mundo civilizado
de la cordillera, de nuevo me esperaban espectaculares planeos visuales
que, a otro con más sentido del vértigo que yo, hubieran
descompuesto el ánimo.
Al menos, eso creía yo entonces, pero es que aún no
había tomado el autoferro, esa especie de autobús destartalado
y chirriante que circula por los raíles del tren y que atraviesa
la Nariz del Diablo. Y qué bien le puso el nombre, pardiez,
quienquiera que se lo pusiese a ese tramo ferroviario que discurre
entre Alausí y Huigra y que, con solo mirar hacia abajo, corta
el aliento y sumerge en el desmayo al más pintado. Subido encima
del techo de la vagoneta no podía dejar de pensar de qué
pasta especial estarían hechos aquellos correos que en la época
prehispánica recorrían a pie cientos de leguas por el
Camino del Inca desde la zona norte hasta el sur del Tahuantisuyu
llevando noticias desde el imperio de Atahualpa al de su hermano Huáscar.
Después de tanto sobresalto, había decidido descansar
un poco de alturas en la segunda parte de mi viaje. Así que,
tras reponer fuerzas en la acogedora estación termal de Baños
de Agua Santa, contemplando a lo lejos el pico nevado del Tungurahua
mientras me daba un reparador chapuzón en las templadas y curativas
aguas de sus piscinas, resolví ir más hacia el sur,
ya que no quería perderme por nada del mundo las ruinas incaicas
de Ingapirca ni la vieja Cuenca que, por unos días, me devolvió
al paisaje de conventos y espadañas de mi tierra andaluza.
De vuelta a Quito, decidí explorar un poco el norte. Y allí
me esperaban otras sorpresas deliciosas, desde el cráter habitado
de Pululahua, justo por donde pasa la línea equinoccial, al
colorido mercado indígena de Otavalo, región de maravillosos
lagos, en uno de los cuales, el de Yahuarcocha, los incas degollaron
de una sentada a treinta mil indios caranquis y se quedaron tan panchos.
¡Para que luego se diga de la crueldad de los conquistadores
españoles!
Y, como ya era hora de descansar de verdad de insomnios y autobuses,
el tramo final del viaje lo dediqué a darle gusto al cuerpo
en las playas de la provincia de Esmeraldas, poblada por negros descendientes
de esclavos cimarrones, frente a las olas del Pacífico. Allí,
entre manglares, degustando sabrosos cócteles y ceviches preparados
en puestos ambulantes en la misma playa, bajo las palmeras y al son
de la marimba apuré mis últimos días de levitación
ecuatoriana.
¡Chévere, mi amigo! No soy hombre de andar por ahí
dando consejos no solicitados pero, si quiere uno, haga como yo, y,
aunque usted tampoco sea ningún santo, permítase dilapidar
unos días de su vida haciendo un hueco en su apretada agenda
y váyase a levitar a ese celestial paraíso que llaman
el Ecuador.
JOSÉ
MARÍA RODRÍGUEZ DE CEPEDA
justocep@eresmas.com
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