En septiembre de 2010, un grupo
de personas se adentró en un viaje de poca sensatez y mucha
distancia. Partieron de España, la vieja metrópoli,
y arribaron a Lima, la también vieja capital de un vireinato
que ya solo existe en la memoria, el del Perú de los conquistadores,
de Pizarro, Almagro y sus traiciones mutuas y su vileza con Atahualpa.
No vayan a creer que pretendían
conquistar nada, más bien al contrario, estaban dispuestos
a dejarse conquistar, que es la mejor actitud para emprender un
viaje, del tipo y condición que sea.
Empezaron visitando polvorientas
ruinas en polvorientos paisajes, mientras el Pacífico trataba
de adormecerles con su bruma persistente, haciéndoles creer
que el sol se habia marchado de viaje también. Pero la corriente
les empujó hacia el norte y toparon con una piedra de luz
insospechada, nada polvorienta pese a su edad: Trujillo, encanto
de color y gentes. El encantamiento duró lo que tardó
la corriente en empeñarse, y de nuevo hacia el norte, con
la maleta presta por aquellos caminos destartalados. Las cosas fueron
complicándose y aparecían visiones de ciudades sin
edificios, tumbas sin difuntos, paredes sin habitaciones y nombres
incomprensibles pero muy sonoros (huaca, chimú, moche, lambayeque,
Sipán, Huaca Rajada, Chan Chan). ¿Y los dichosos incas
de los que todos habían oído hablar? ¡ No estaban
por ninguna parte !
Hasta que un día el
viento cambió. Los dioses enviaron un mensajero rodante,
de
nombre con resonancias milagreras, que les atrajo hacia el interior,
a las tierras altas donde la selva atesora recuerdos de piedra y
bruma. El paso no fue sencillo, sobre todo para muchos estómagos
y cabezas, a punto de independizarse en cualquier curva del día,
o de la noche. Pero lo superaron, y al otro lado esperaban extraños
seres escondidos en desfiladeros; y ciudades de piedra escondidas
en la montaña húmeda, y ríos desbordantes atenazados
entre rocas; y así hasta la selva en compañia de Manuel,
el indio sabio y prudente. Fue fugaz la selva, tanto como larga
la jornada hasta encontrarse con los incas en un "tambo".
Lo más llamativo, la
ausencia de bajas. El ajetreo parecía saber a poco, y se
embarcaron en lanchas y avionetas mareantes, para buscar bichos,
y rayas que pintan bichos, en el desierto más adusto. La
tierra tembló, y no de frío, pero ellos no perdieron
el pulso. Tomaron una dosis grande de autobús, otra, para
seguir al viento hacia los Andes, a una joya refugiada junto a la
puna, Arequipa, cuna de escritores y mestizos extraños, recuerdo
de monjas aristocráticas y premonitora del soroche. Las siguientes
jornadas otearon el vuelo del condor y saborearon el mate de coca,
como aperitivo del plato principal.
Cuando
los dioses soplaron de nuevo, cayeron en el corazón
inca, al fin, tan esperado como disfrutado luego. Las cabezas
seguían en su sitio, pero algún pecho amenazó
con bajarse al llano ante el aire difícil. Por suerte
Cuzco les acogió hasta hacerles creer que podían
quedarse para siempre, entre idas y venidas por picchus, chinchas,
tambos, salinas y palacios de basalto inca y sillares de conquistas.
Hubo quizá quien albergó
la esperanza de no marchar, o al menos de regresar en breve a la
vieja ciudad castellana fuera de Castilla. Se caminaron santuarios,
rutas reales, fortalezas y lugares mágicos, para concluir
de nuevo en el "ombligo del mundo" de los incas.
Un día, ya en España,
repasando recuerdos y fotos de las ciudades que disfrutaron, juntaron
ambas cosas. Toca en el cuadro encima de la puerta y entra
a verlas.
