9-XI-2011
En el otoño de 1570 los bosques al sureste de Segovia, en
las proximidades de la Sierra de Guadarrama, eran escenario de un
peculiar evento, los esponsales del rey Felipe II con su sobrina
la archiduquesa Ana de Austria. La ceremonia oficial tuvo lugar
en el Alcázar de Segovia, pero los festejos debieron celebrarse
en el renacentista Palacio de Valsaín,
lugar donde habitaba la corte por aquel entonces cuando el rey acudía
a Segovia. La pompa, el boato y el ajetreo del casorio contrastarían
con el silencio del denso bosque próximo, sobre el que los
invitados verían la cumbre de Peñalara tal vez con
algo de nieve ya por esas fechas. Perfecto escenario para una boda
con una princesa austríaca.
Para Felipe II Ana era la cuarta esposa,
en la que buscaba el heredero varón que con las anteriores
no había podido tener (salvo el príncipe Carlos, ya
fallecido).
El palacio donde se acogió
a la nueva pareja era una obra reciente, terminada en 1556, y sustituía
al pabellón de caza que Enrique III había ordenado
construir para sus monteros, ampliado luego por Enrique IV, conocido
como Palacio
del Bosque. Se había hecho, a petición de Felipe
II siendo regente, más suntuoso que el anterior y acorde
con la moda flamenca de la época, de forma que albergase
a la corte cuando debía atender asuntos reales en Segovia
y durante las temporadas de caza en los bosques de Valsaín
(téngase en cuenta que el Palacio de El Escorial no estaría
terminado hasta 1584).
El
palacio estaba rodeado de una gran finca amurallada a modo de parque
y conectado con la orilla derecha del río Eresma y el bosque
propiamente dicho por dos puentes que aún se conservan, uno
de ellos con función de soporte para un acueducto.
Las llamas, como si la Inquisición
le hubiese hincado el diente, arrasaron el edificio en 1697, durante
el reinado de Carlos II, y nunca se reconstruyó. Los intereses
del sucesor de Carlos, Felipe V, quien decidió construir
una nueva residencia en la vecina La Granja, llevaron al olvido
a este edificio, del que solo se conserva en la actualidad el torreón
norte y un ala de una galería. Pero su historia es el germen
de una agradable y preciosa ruta que recorre parte de los bosques
de la falda norte de la Sierra de Guadarrama, la conocida como Senda
de las Pesquerías Reales.
El palacio se abandonó,
pero sus sillares siguieron en uso como material para el nuevo,
el de San Ildefonso. Y el disfrute del bosque de Valsaín,
que propició su construcción, siguió presente
en la vida de los monarcas borbones. Tanto fue así que Carlos
III, una vez instalado en España, decidió convertir
las orillas del Eresma y el bosque colindante en un parque real
donde pasear, practicar la pesca e incluso bañarse. Y así
encargó a sus arquitectos la adaptación de las orillas
del río y su cauce a los deseos regios.
Se diseñaron caminos,
puentes, pozas para el baño, pequeñas cascadas, embarcaderos,
fuentes y lugares de pesca. Al finalizar las obras el rey podía
recorrer a pie seco las orillas del Eresma desde su paso por La
Granja hasta su nacimiento, e incluso ir más allá,
hasta la Casa de la Pesca en el arroyo del Telégrafo. El
camino se empedró con grandes lajas de granito y se dotó
de escaleras que salvan tramos de paso angosto o sirven para bajar
al agua. La mayoría de esas estructuras han sobrevivido.
Y a visitarlas dedicamos un
día otoñal con lluvia fina y colores intensos. Si
se parte de La Granja y no se cuenta con chofer, ha de desandarse
el camino, una lata. Por eso nosotros buscamos el arroyo del Telégrafo
en su parte media caminando por el Camino
Schmidt desde Navacerrada. Puede descenderse bruscamente el
arroyo del Telégrafo por sus orillas desde el punto donde
éste corta el Camino Schmidt, pero puestos a hacer camino
optamos por seguir por la suave senda que trazó aquel austríaco
enamorado del Guadarrama en 1926 (enlace con wikipedia), mucho más
cómoda; al tiempo se puede disfrutar con la panorámica,
que permite ver incluso las torres del Alcázar y la Catedral
de Segovia, más allá del bosque.
Cuando el Camino Schmidt se
empina hacia el collado Ventoso conviene abandonarlo por la Senda
de los Cospes, que bordea el cerro Ventoso por su cara norte, y
una centena de metros después abordamos un sendero a la derecha
que serpentea bajando el Alto de la Milanera, hasta confluir con
el Camino del Lumbralejos, que arriba hasta aquí desde la
Fuenfría, descendiendo suavemente por el pinar. Este camino
puede tomarse junto a la famosa fuente, para mayor seguridad, pero
estaba en nuestro ánimo disfrutar del bosque por donde es
menos transitado,
y de paso acortar recorrido, que la ruta era larga y el día
enjuto a primeros de noviembre. Miles de helechos relumbrantes,
de espuma de piel de plátano, parecían llamarnos a
admirarlos en los rincones del camino. Los pinos rojos, los helechos
amarillos, todo potenciado por el agua caída, pero ni una
sola seta. A medida que nos acercábamos a la Pradera de Navalazor
asomaban nuevos visitantes del bosque, provistos éstos de
cestas y bastones, pero con cierta cara de decepción. Hay
sol, pero poco; resultado: setas, cero; fotos, decenas.
En Navalazor es fácil
descuidarse y terminar en una pista asfaltada que lleva a las Siete
Revueltas. Es necesario mantener dirección norte, orientándose
con el arroyo y con la mira puesta en Valsaín. Haciéndolo
así, en poco menos de un Km. llegamos a otra pista de asfalto,
la variante norte del GR-10, y hubimos de seguirla siempre al norte
hasta llegar a los restos de una pequeña construcción,
la Casa de la Pesca, en la confluencia de los arroyos del Telégrafo
y Minguete. Hasta aquí debía llegar Carlos III en
sus paseos campestres buscando truchas, y el edificio proporcionó
acomodo a los guardas forestales durante muchos años.
A
partir de ahí la cosa se simplifica. Hay que situarse al
borde de la orilla izquierda del arroyo, llámese ya Minguete
o Telégrafo, y no abandonarla. En pocos metros aparece un
curioso enlosado, como una calzada, que gira y requiebra con el
arroyo mismo. Es el inicio del camino borbónico que lleva
hasta La Granja.
La humedad del día combinada
con los colores del otoño invita a parar, observar, disfrutar,
y así hicimos un alto en el camino con aperitivo, breve,
pues el arroyo se adentra entre los árboles y pide que lo
sigamos para descubrir nuevos rincones. La humedad crece y las orillas
están encharcadas en algunos puntos, pero el camino borbón,
perfectamente ajustado al río, preserva los pasos del lodo;
no hicieron mala obra en el siglo XVIII, que aún perdura
y hasta sirvió para encauzar la corriente.
Cruzamos alguna pequeña
alcantarilla que salva regatos y a mano izquierda, en un resalte
rocoso escueto puede verse una fuente con un banco.
Los
musgos y líquenes le dan aspecto de lugar habitado por gnomos
y duendes, pero no es más que un descanso previsto para el
reposo del monarca. A su lado unos enormes cantos rodados y bloques
de granito remansan el río haciendo una pequeña balsa
que se conoce como Baño de Venus, tal vez solo una poza para
que la trucha criase a gusto y el rey tuviera presas para su caña.
A poco se llega a la confluencia
con otro arroyo, el del Paular, y un par de puentes de madera permiten,
si fuese preciso, cruzar ambos cauces y plantarse en la otra orilla
para acercarse hasta la carretera. Desde este punto la corriente
pasa a llamarse río Eresma.
El paseo se hace menos sinuoso y aceleramos el paso hasta dar con
un puente de madera asentado sobre pilares de piedra, llamado por
algunos “de los Vadillos”. Nuestra ruta sigue, dejando
atrás el puente, por la orilla izquierda, donde se aprecia
un enlosado más fino que a ratos desaparece y en algunos
tramos se escalona para salvar pasos angostos. Con el correr de
los siglos el camino se ha incorporado al bosque, tapizándose
con líquenes y hojas, mientras algún robusto pino
se ha abierto camino entre las losas. En ocasiones el pinar deja
paso a los rebollos, que intentan reconquistar su territorio. Alguno
ya tiene todas sus hojas marrones y compone una estampa de color
vigoroso junto a unas peñas llenas de musgo.

Las nubes van cercándonos y ensombrecen
el bosque, al tiempo que los pasos van haciéndose más
angostos. El Eresma se encajona por aquí hasta el punto de
que el camino ha de separarse o elevarse gracias a varios tramos
de escaleras. El tramo más estrecho y a la vez más
espectacular es el conocido paraje de Boca del Asno, que recibe
ese nombre por la similitud del pequeño desfiladero por el
que se despeña el río con las fauces abiertas de un
pollino. Pese a lo habitual, Boca del Asno en día lluvioso
no tiene muchos visitantes, y lo elegimos para tomar el almuerzo
en un promontorio desde el que se domina todo el paisaje. Al fondo,
mirando hacia el este, destaca sobre el pinar la mole de Peñalara,
ya nevada por estas fechas (festividad de la Almudena). Su blancura
aumenta, por contraste, la penumbra que pugna por adueñarse
del bosque, muy denso al pié de la montaña.
En Boca del Asno pueden observarse
varios de los trabajos llevados a cabo por los canteros al servicio
de la corona que entre 1767 y 1769 construyeron este paseo de ribera.
Pozas y pequeñas escalinatas crearon un espacio para el baño
y para disfrutar con los juegos del agua. Una inscripción
en las paredes de roca recuerda la obra pagada por la corona.
Para que la tarde no se nos
eche encima conviene proseguir camino hacia La Granja. Ahora el
paseo empedrado se acomoda fácilmente a la orilla del río,
que discurre plácido por un tramo de suave pendiente y orillas
anchas.

Un nuevo puente nos sale al paso. De
lejos tiene aspecto medieval, pero no es tal. Se le conoce como
Puente de Navalacarreta, y su primera obra parece ser contemporánea
del palacio de Valsaín, por tanto en el reinado de Carlos
I o la regencia de su hijo Felipe. Tiene un arco poco ortodoxo cegado,
se nos ocurre que por amenazar ruina. Sin embargo su plataforma
tiene un empedrado primoroso y la vista del río y el camino
real desde su parte alta es espléndida. Los sauces, rebollos,
espinos y otros ponen un toque de color entre el verde del pinar.
Después el camino se
hace fácil y en poco rato, dejando atrás otra área
recreativa, los Asientos, se desemboca en un puente más,
algo extraño sin duda. Tiene un arco limpio, sin pretil,
y sobre él apoyan varios pilares que sujetan una estructura
de madera. En realidad se trata de un puente con doble finalidad,
el cruce del río y el soporte de un pequeño acueducto
que recoge agua del vecino arroyo de Peñalara, en la margen
derecha, y lo lleva hasta el Palacio de Valsaín. Se le conoce
como puente de los Canales, como sino, y es obra de los primeros
Austrias, que necesitaban abastecer el palacio y el vecino jardín.
Un escudo en la cara norte del arco lo atestigua. Valsaín
está a la vista, pero no queda más remedio que cruzar
un portillo junto al puente que desemboca en una formidable pradera
habitada siempre por vacas y caballos. Perdemos momentáneamente
el viejo camino para salir de la finca El Parque por un portón
casi enfrente de las ruinas del Palacio de Valsaín. Impresiona
ver en qué ha quedado el boato de la monarquía. Un
panel de piedra y baldosines da cuenta de la historia del palacio
y marca la ruta a partir de aquí como “Sendero de los
Reales Sitios”.
Desde este punto puede llegarse a La Granja por la Pradera de Navalhorno,
pero eso haría al caminante abandonar la senda de las Pesquerías
Reales. Para seguirla basta acercarse otra vez a la orilla izquierda
del Eresma, aquí embalsado, y no perder los postes informativos.
Pasado el muro del embalse el empedrado se reconoce de nuevo y el
río se encajona. Pasamos un pequeño puente, el del
Anzobero,
y luego recorremos una garganta con la lluvia ya sobre nosotros.
Al final de la garganta el viejo edificio de la central eléctrica
del Olvido se aprieta entre las rocas, el camino y el río,
que salta hasta un tramo abierto. Casi no vemos el suelo, tapizado
con hojas de robles centenarios que nunca cedieron terreno al pinar,
y otro nuevo puente, ahora de madera, da entrada a la cola del embalse
del Pontón Alto. Ahora no queda más que seguir el
sendero, bien marcado, en el que asoman retazos del camino real,
hoy al descubierto por el bajo nivel del agua. La ruta llega hasta
el Puente Nuevo de Segovia, en la carretera que une La Granja con
la ciudad del acueducto, y desde allí solo queda la subida
obligada a San Ildefonso para tomar el autobús.
Unos 18 km. en total acompañados
por los mejores colores del otoño. La lluvia, solo al final,
inunda todo el paisaje.