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POR TIERRAS DEL SERRABLO
¡ Qué
persona tan peculiar !. Cuando hemos llegado, sudorosos tras una cuesta
empinada, ha salido a nuestro
encuentro con un aire como distraído, interesándose enseguida
por quiénes somos y de dónde. Pronto se ha puesto a contarnos
su peculiar peripecia: cómo lleva varios años viviendo sola
en esta pequeña aldea; cuánto ha trabajado por limpiar calles
y sendas, arreglar huertos, reparar tapias; su denodado esfuerzo por hacer
de la casona el lugar que fue; y sobre todo nos habla de la iglesia, quizá
su mayor orgullo. La gente la escucha con atención, algunas sorprendidos
por su aspecto, otros asombrados por la fuerza vital que transmite pese
a su fragilidad. Angelines, así se llama, nos refiere la historia
de la iglesia, dando detalle dignos de una profesional del arte, aunque
poco a poco descubrimos que todo se debe al amor a su tierra, a una labor
callada, oscura pero incansable, de recuperación de la propia historia.
Habla y habla
sin parar, como si supiese que tenemos poco tiempo y ha de aprovecharlo
para darnos todo lo que tiene, palabras mil veces guardadas a la espera
de que alguien las escuche. Es la tercera vez que visito Susín y
a su única habitante, y empiezo a pensar que su soledad no es fruto
de la misantropía, sino de las circunstancias; y ante todo del empeño,
quizá tozudez, nada extraña en estas tierras por otra parte,
en torcer las líneas del destino, que había marcado la desaparición
inexorable de una pequeña aldea. Durante
los días que llevamos por el Serrablo hemos visto varios ejemplos
de poblaciones tragadas por el tiempo, olvidadas por todos salvo por algún
nostálgico lugareño o por viajeros esporádicos que
se detiene un instante a imaginar cómo pudo ser allí la vida.
Otal, escondido al fondo de su profundo valle, protegido por hayas y pinos
en formación apretada cual celosos guardianes de un tesoro, es el
más llamativo de todos, quizá porque su iglesia se ofrece
al recién llegado como una pequeña joya entre un montón
de ruinas grises. Pero hay cientos de lugares así en esta tierra,
eterna herida para los oscenses. Sin embargo Susín revive, a duras
penas, pero sin desánimo, y la principal artífice de la hazaña
es Angelines. La gente que la visita tarda poco en sentirlo de ese modo,
pues sus palabras reflejan una dedicación intensa, dura, infatigable.
Estamos
en la última jornada del viaje y el grupo va un tanto corto
de fuerzas, pero en Susín casi todos se han olvidado de ello
como por ensalmo. A la primera jornada, de madrugón obligado,
y en la que hemos visitado las iglesias serrablesas más cercanas
al río Gállego, como Satué, Sardás y Lárrede,
las mejor conservadas, han seguido otras dos dedicadas a caminar largo
aunque sin prisas. Marchas
por algunos de los mejores rincones de la comarca: bosques exhuberantes
de verdor, vistas panorámicas seductoras, arroyos alborotados
por el deshielo, y todo aderezado con iglesias medievales de difícil
encuadre histórico, pero de ejecución original y situadas
en entornos a cual más atractivo. Personalmente destacaría
San Bartolomé de Gavín, rodeada de bosque en un pequeño
valle donde se eleva su peculiar torre, diferente a las demás
de la comarca quizá por ser un siglo más antigua que
ellas. Su aislamiento se une a la rara decoración que exhibe
para dotarla de un encanto especial. Estos pequeños templos
son la seña de identidad del viaje, un hallazgo sorprendente
para muchos y tal vez inconfundibles ya en el futuro para la mayoría.
En un punto de las conversaciones
cruzadas, Angelines propone mostrar su casa a quien se anime, y el ánimo
es generalizado. El reloj no existe, y el hambre, que ronda cerca, casi
tampoco. No tiene luz eléctrica, ni por supuesto el montón
de cachivaches que dependen de ella y llenan nuestro tiempo cotidiano. Cocina
oscura, hogar inmenso, zaguán empedrado, puertas restauradas... parece
imposible que lo haya hecho todo sola. Relata sus primeras noches en soledad,
cercada por los sonidos del bosque y los lamentos de una casa envejecida,
y su figura se agiganta a ojos del peculiar auditorio. ¿Miedo?, tal
vez un poco al principio, pero luego, lo que haya de ser será y mientras
tanto hay que seguir adelante, sin pararse a escuchar malos augurios ni
consejas desanimantes.
Asombroso.
¿Cuántos de los que estamos aquí seríamos capaces
de hacer algo parecido?. Bueno, es posible que
ni siquiera nos apetezca: vivir en un pueblo abandonado, con la única
compañía del silencio y las piedras, y las únicas visitas
del viento, los pájaros, la lluvia o la nieve es muy hermoso y bucólico,
pero en los libros. 
Al
fin y al cabo somos seres sociales por definición, y construimos
nuestros mundos arrastrados por la pulsión de vivir en sociedad,
¿o no? ¡Quién sabe!. Sospecho
que la imagen más nítida que quedará de este viaje
será la de una mujer de pelo negruzco, aspecto desaliñado
y marcada por el tiempo, de mirada dulce, hablar nervioso y grandes deseos
de compartir su experiencia vital.
Jesús
Sánchez Jaén
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