Mezquitas, murallas y mamelucos
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  Un paseo por El Cairo medieval

Si después de visitar el Museo Egipcio uno se decide a pasear por el viejo Cairo tendrá una extraña sensación: ¿qué ha sido de aquella sociedad tan avanzada, capaz de realizar obras de arte excepcionales a lo largo de tres mil años? ¡ qué ajeno resulta el dédalo de calles medievales a la imagen que uno se forma del pasado del país del Nilo!. Puede pensarse que hubiese dos Egiptos, uno el que recuerda el tiempo de los faraones, con sus templos, tumbas, pirámides y museos plagados de turistas, y otro el de la sociedad islámica, que ha vivido más de 13 siglos ajena a su historia anterior. Y sin duda esa dualidad es uno de los encantos principales que El Cairo ofrece al viajero.

Olvidemos por unas horas a Ramses II, Akenatón, Hatshepsut y Tutankamon y sumerjámonos en el mundo medieval de mezquitas, madrasas, palacios y murallas. Entre el barrio de la Ciudadela y Bab el Futuh (puerta de las conquistas) podemos contemplar la vida de los cairotas con un ritmo y unas costumbres no muy distantes de las que observasen Saladino y su tío Shirkuk cuando, en enero de 1169, llegaron a la ciudad procedentes de Siria para evitar, con sus tropas, una invasión de los cruzados.

Recorrí estas calles por primera vez en 1989; el abandono de los edificios históricos reinaba por doquier, y muchas mezquitas amenazaban ruina o habían llegado a ella décadas atrás. La basura se amontonaba en las calles ante la indiferencia general, provocando un olor acre que con el suave sol de aquel diciembre se iba haciendo más intenso según avanzaba la mañana. Al ser mi primera visita a un país norteafricano, movido por conocer los hitos arqueológicos que había estudiado en la universidad, la impresión fue un tanto dura al principio. Resultaba difícil caminar esquivando ovejas, cabras, montones de basura, restos de comida y charcos de dudoso origen mientras mis ojos atónitos descubrían esbeltos minaretes mamelucos y ayyubíes cubiertos con polvo de siglos, y puertas antaño lujosas con mocárabes y mármoles ennegrecidos. Semiocultas por puestos callejeros e innumerables mercaderías, en las calles principales se abrían las entradas a madrasas y mezquitas medievales, mientras a cada trecho unas piezas de carne colgadas en la calle o un muestrario de telas dejaban entrever lo que fue una mansión del siglo XV, un hamam o una fuente monumental del siglo XIX.

Pese a lo complejo del lugar y lo incómodo del recorrido para un novato en estas lides viajeras, había algo muy agradable allí: en el laberinto de la ciudad medieval se está a salvo del tráfico ensordecedor del resto de El Cairo. La capital egipcia tiene un número de vehículos tan elevado, todos con las bocinas a pleno pulmón, y una circulación tan caótica, que es muy difícil encontrar un lugar por donde pasear no se convierta en una apuesta segura por el dolor de cabeza. A veces el caos de coches, camionetas, autobuses repletos y taxis con incontinencia de claxon llega a tal extremo que sin duda sólo la protección de Alá consigue que el tráfico funcione. Pero las calles estrechas abrazadas por las viejas murallas sólo permiten el paso de pequeñas camionetas y algunas motos, dejando al caminante un espacio y una tranquilidad imposibles en otros barrios.

Por suerte para el viajero del siglo XXI la limpieza de las calles ha mejorado mucho, y la restauración de edificios históricos, con ayuda internacional, está remozando los lugares más valiosos, lo que ha convertido a El Cairo medieval en una de las visitas más agradables que se pueden hacer en Egipto.

El recorrido puede empezar en Bab el Futuh, en la parte norte de la muralla de la antigua al-Qahira, como era denominada la ciudad en el medievo. El mejor medio para llegar a esta puerta, construida en el siglo XI por arquitectos sirios, es el taxi, un transporte asequible y ágil en Egipto (y quizá en otro momento haya ocasión de relatar la experiencia de quien monta por primera vez en un taxi cairota). A la izquierda de la puerta está la mezquita al-Hakim, muy remodelada en época reciente, y un poco más allá está la Puerta de la Victoria o Bab en Nasr, también del siglo XI. Todas ellas están unidas por un gran lienzo de muralla muy bien restaurado.

Cruzando al interior por Bab el Futuh se accede al área de los edificios mejor conservados. El “Beit” o palacio es-Suhayni (siglos XVII y XVIII), el “Khanqah” o convento de Baybar II (siglo XIV), el palacio de el-Musafirkhana (siglo XVIII) y algunas fuentes monumentales o “sebiles” destacan en la calle principal y en las que se abren a su izquierda. Es recomendable llevar un buen plano que permita callejear e identificar los edificios sin despistarse demasiado, pues las indicaciones en algo distinto al árabe son casi inexistentes, e incluso en ocasiones no las hay ni en árabe.

Pequeñas tiendas, puestos callejeros de frutas y a veces algo de ganado suelto muestran una vida cotidiana de quietud inusual en esta ciudad, lo que le confiere más encanto si cabe. Paseando hacia el sur por la calle el-Muizz ly din Allah, la mayor del barrio, un conjunto de madrasas y mausoleos mamelucos de gran calidad muestra las interminables tareas de restauración (destaca la madrasa el-Barquqiya). Merece la pena visitar su interior hasta donde esté permitido antes de sumergir en el bullicioso Khan el-Khalili, cuyas primeras callejuelas comienzan 20 ó 30 metros más adelante. Sin duda es uno de los lugares más atractivos y singulares, pero si por una vez lo pasamos sin prestar demasiada atención a sus reclamos comprobaremos cómo al otro lado de la “sharia” al Azhar continua el encanto de la vieja ciudad.

El conjunto arquitectónico de El-Ghuri, el último de los sultanes mamelucos (1503), ejerce como puerta de paso que no conviene soslayar, pues a la excelente factura del mausoleo y la madrasa se une la circunstancia de que en las salas del primero pueden contemplarse danzas de derviches dos tardes a la semana. Un poco al este se encuentra la wikala El-Ghuri, un elegante caravanseray de la misma época, y unos 100 m más allá, la mezquita de Al Azhar, la joya arquitectónica del barrio, un templo fatimí del siglo XI junto al que se halla la universidad islámica más prestigiosa.

Mas desde El-Ghuri debe tomarse la calle estrecha que se abre entre los dos edificios principales del conjunto para dirigirse hacia el sur, hacia el otro extremo de las murallas. En este barrio van desapareciendo las tiendas para turistas, habituales en el entorno de El-Khalili, y el zoco vende productos de la vida cotidiana: frutas, telas, plásticos, zapatos, frutos secos, verduras, panes, frituras. La vida bulle especialmente a las horas de poco calor, y al atardecer los cantos de los muecines de las numerosas mezquitas se extienden como una melodía callejera de horario fijo.

No obstante, la acusada omnipresencia del islám deja un breve resquicio a otras confesiones. Avanzando un poco más en nuestro camino daremos con una pequeña y bonita fuente pública , el “sebil” de Mohamed Alí; su planta casi circular indica el acceso al callejón de los Rum (Haret er-Rum), un rincón copto en el corazón de El Cairo musulmán.

“Rum” o “rom” es la palabra con la que los árabes designaban a los bizantinos, a las gentes del Emperador, antes incluso de la predicación de Mahoma. Tras la retirada de los bizantinos de Siria en el siglo VII ante el avance de la nueva religión, el término “rum” pasó a designar a todos los cristianos que dependían de Constantinopla, esto es, a los de los diferentes cultos ortodoxos. Al fondo de la callecita de los Rum hay una iglesia dedicada a la Virgen (el-Adra), y un recodo a su derecha lleva a Deir Todros, monasterio copto de Teodoro, construido en el siglo III.

Volviendo sobre los mismos pasos en este intrincado vecindario copto, antes de llegar de nuevo a la Sharia al-Muizz ly din Allah, merece la pena visitar la casa Shabshiri, bello ejemplo de vivienda particular del siglo XVII, con las habitaciones dispuestas en torno a un patio central con arquerías.

Ya en la vía principal, un trecho más hacia el sur se eleva Bab Zuweila, la puerta meridional de la fortificación fatimita, a la que le cabe el extraño honor de haber servido de cadalso al sultán mameluco Tuman Bey, colgado aquí en 1517 por los turcos. La confluencia de calles al otro lado de la puerta y la proximidad de la mezquita El Muaiyad (siglo XV), pegada literalmente a la muralla, ocasionan un constante trasiego de gentes variopintas: ancianos con “galabyas” oscuras y turbantes de vueltas imposibles, mujeres como de luto embutidas en largas sayas y otras con vestidos de colores, todas cubiertas con el “hiyab”; hombres corpulentos de rasgos nilóticos y cabeza afeitada, algunos con indumentaria más occidental pero de tonos apagados. Las mujeres cargan con numerosos paquetes y bolsas, y los hombres se apresuran entre pequeños puestos de fruta y otras mercaderías. A la entrada de la mezquita las gentes se agachan con rapidez a descalzar sus pies, en un gesto automatizado durante generaciones.

Conviene alejarse unos metros frente a Bab Zuweila, en el exterior de la muralla, y, sin estorbar mucho el paso, levantar la vista para contemplar los minaretes de El Muaiyad, que apoyan su esbelto alzado sobre las torres de la fortificación. Muralla y mezquita se superponen a causa del curioso origen de ésta última: a principios del siglo XV el sultán El-Muaiyad fue encarcelado por un emir rebelde en la prisión que se hallaba junto a Bab Zuweila; durante su estancia en la mazmorra prometió edificar una mezquita en el mismo lugar de la cárcel como ofrenda a Alá si recobraba la libertad. Es evidente que consiguió su objetivo y cumplió su compromiso religioso.

De la placita ante la puerta fortificada parten tres calles que se adentran por los antiguos arrabales de la urbe medieval, y como sucedía cuando lanzas y cimitarras vigilaban el paso bajo la muralla, el espacio disponible en la plazoleta y en los caminos que en ella confluyen se abarrota diariamente de puestos con todo tipo de objetos a la venta. Las calles adquieren así una animación embarullada, con gentes paradas ante tiendas de fruta, carne, pan, zapatos o montones de dátiles, mientras otras tratan de abrirse paso con el producto de sus compras. El colorido habitual de vendedores y sus mercancías aumenta en jornadas festivas merced a las numerosas pancartas que cuelgan entre las fachadas, con mensajes suponemos de carácter religioso, escritos con mano rápida en tintas llamativas.

El visitante atento dirigirá sus pasos principalmente por dos de estas calles, el Khiyamya y Darb el-Ahmar. La primera parte justo frente a Bab Zuweila y los metros iniciales son un pequeño bazar cubierto, flanqueado a su izquierda por un “sebil” (fuente) del siglo XV donde antiguamente se emplazaba la horca para las ejecuciones, y a la derecha por la mezquita de Salih Talai, del siglo XII pero muy restaurada.

Un palacio, el de Radway Bay, y dos pequeñísimas mezquitas enfrente se distinguen a duras penas entre los puestos abarrotados y el paso continuo de gentes ataviadas con ropas que les cubren hasta los pies. En esta zona al sur de la muralla las vestimentas tradicionales están más presentes, si cabe, que en las calles cercanas a Khan el-Khalili; quizá por no ser un área dentro de los circuitos turísticos convencionales la apacible vida de sus habitantes conserva hábitos muy diferenciados del mundo occidental.

En una ocasión, visitando el barrio a la caída de la tarde, tras fotografiar algunos de los edificios más llamativos nos dirigimos al interior de una pequeña mezquita atraídos por su puerta de metal repujado. Pero como después de descalzarnos comprobamos que había comenzado la oración del atardecer, respetuosamente volvimos sobre nuestros pasos hacia la calle. De improviso un anciano de barba blanquecina y mirada tuerta nos indicó, con gestos, que le siguiésemos. Al ver nuestra extrañeza insistió, y penetrando en los rinconcitos del edificio nos llevó a la salita de oración de las mujeres, donde un pequeño grupo de señoras de edad variada seguían el ritual que marcaba el iman gracias a un altavoz. Después de unos minutos retornamos con el anciano hacia la salida parando un instante junto a los hombres, prosternados frente a la “qibla” en el oratorio principal. Salimos a la calle y ante la puerta repujada se despidió con una leve sonrisa. Se le notaba contento, tal vez por haber enseñado la mezquita de su barrio a unos extranjeros; quizá aún nos considerase “frany”, como llamaban los árabes a los europeos a raíz de las Cruzadas. Parecía un personaje sacado de un cuento medieval o de una novela de Naguib Mafouz, con su “galabya” oscura y manchada abierta en el pecho dejando ver un blusón blanco debajo. El rostro, cruzado por profundas arrugas, resultaba inquietante a causa de su ojo inservible medio oculto por un turbante blanco desmadejado.

Otra mezquita, la de Gani Bey, una madrasa y un convento turco (Tekiye Suleimanye), jalonan el resto de la calle.

La otra ruta que parte de Bab Zuweila, por Sharia Darb el-Amar, ofrece mayor y mejor patrimonio arquitectónico. Nada más echar a andar por esta calle aparece la mezquita de Qijmas el Ishaq, del siglo XV, una pequeña joya por su excelente decoración. La calle gira hacia el sur y poco a poco el bullicio y animación de los zocos va diluyéndose. El ambiente es apacible, de nuevo pausado, y en los escasos puestos que vamos encontrando destacan los de dulces y pastas, delicias que merece la pena probar. Pronto se alcanza un magnífico pórtico semiesquinado, la entrada a la mezquita El –Mardani (siglo XIV), bello ejemplo de arquitectura mameluca. Si se la rodea llegaremos a una pequeña calleja que lleva, en dirección oeste, al vecino palacio de Qaitbey, también mameluco.

Avanzando hacia el sur, la calle que traemos pasa a llamarse Bab el Wazir, y en ella se hallan dos de los edificios más famosos, el Palacio Er-Razzaz, gran mansión en torno a dos patios construida en 1483 pero muy remodelada en el siglo XVIII, y la mezquita Azul o de Aq Sunqur. Ésta fue erigida a mediados del siglo XIV y se caracteriza por los elevados arcos ojivales con dobelas bicolores en torno a un gran patio. Hubo de ser reconstruida en 1651 a causa de los daños provocados por un terremoto. La subida por el alminar se hace algo incómoda, pues la escalera se enrosca y oscurece hasta el balconcillo de la parte superior, pero el esfuerzo es recompensado por la magnífica vista. En cualquier dirección se divisan numerosas cúpulas de todos los estilos y muchos minaretes, bulbosos unos, otros con varios balcones decorados con mocárabes, los menos terminados en forma de lápiz afilado (los otomanos). Al este asoman los principales mausoleos de la Ciudad de los Muertos, la gigantesca necrópolis medieval; al sur la ciudadela, orgullosa en sus alturas; al norte los altos minaretes de Al Azhar y los de las otra mezquitas que ya hemos visto; y al oeste, después de multitud de cupulillas y alminares, se levantan decenas de edificios modernos entre los que se vislumbran, sin mucha dificultad, las grandes pirámides de Gizeh, todo un espectáculo intemporal en los días claros.

En el mismo lado de la calle se suceden la mezquita mausoleo de Khayr Bey y un palacio mameluco muy deteriorado.

Si a estas alturas aún queda algo de curiosidad y paciencia en el viajero, aquí puede acercarse, por una pequeña calleja a la izquierda, hasta las murallas de Saladino, que separaban el este de la ciudad de los cementerios.

Los mamelucos

Mercenarios de origen turco al servicio de los sultanes ayyubíes (la dinastía fundada por Saladino), formaron una casta militar en el siglo XIII, adquiriendo gran prestigio por su lucha contra los francos en la VI Cruzada. Aprovechándose de ello en 1250 asesinaron al último sultán ayyubí, Al –Malik, y crearon un gobierno propio que se mantuvo en el poder, con más o menos sobresaltos, hasta la invasión otomana en 1517. Sin embargo no perdieron del todo la autoridad, influyendo sobre los gobernadores turcos hasta el siglo XIX. Durante casi trescientos años hicieron de El Cairo la capital de un territorio inmenso, desde Siria hasta el Magreb, y ello se dejó notar en el desarrollo de la ciudad. El arte mameluco se caracteriza por los minaretes con varios balcones muy decorados y por las cúpulas bulbosas o gallonadas, abundantes por todos los barrios medievales.

La ruta prosigue hacia el sur por el mismo camino, pero va perdiendo mucho interés. En este tramo final solo se ven viejas casas de varios pisos, salvo una pequeña mezquita del siglo XIV, la de Aytumish, y el deterioro y la suciedad vuelven a imponerse según va empinándose la calle en dirección a la ciudadela, pero sería un error abandonar ahora, pues cuando casi se está al pié de la fortaleza ha llegado el momento de girar a la derecha y acercarse hasta la gran plaza de Saladino (Midan Salah ed Din) distante solo unas decenas de metros. Allí se eleva, majestuosa, la madrasa de Hassan (siglo XIV), la joya de El Cairo medieval desde mi punto de vista. Es fácil reconocerla gracias a un minarete altísimo, de 86 m. Su sobriedad exterior contrasta con la belleza del interior. La entrada está en la Sharia el-Qala, que la separa de la vecina mezquita Er-Rifai (siglo XX), en un tramo peatonalizado que hace la visita muy agradable.
La madrasa alberga cuatro colegios de distintas corrientes del sunismo, todos ellos construidos alrededor de un gran patio con una bella fuente de abluciones en el centro. En tres de los lados del patio se abren enormes capillas o “ivanes”, mientras que el cuarto, al sudeste, contiene una sala de oración recubierta de mármol; tras ella está el mausoleo de Hassan II. En todo el interior destaca la armonía del conjunto y el silencio, frente al ruidoso tráfico de la plaza adyacente, que marca el final de este paseo por El Cairo más genuino.

Por supuesto quedan algunas de las mezquitas más importantes de El Cairo sin mencionar aquí, como la de Ibn Tulun, la más antigua de la ciudad, o las de la Ciudadela, pero suelen estar en todos los circuitos al uso, y de lo se trataba aquí era de despertar el interés por lo menos visitado. Recorrer todo el itinerario descrito puede llevar casi una jornada, según el interés y el detenimiento con que cada cual quiera hacerlo. Si se pretende ver con minuciosidad y se dispone de tiempo, lo recomendable es comenzar en uno de los extremos, Bab el Futuh o la madrasa de Hassan y dividir el recorrido en dos jornadas no completas, de modo que no resulte agotador. Así además puede disfrutarse doblemente del encanto de los cafetines en torno a Khan el Khalili, punto final recomendado de cada trayecto.



Jesús Sánchez Jaén
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