Logré convencerlo para meternos en aquella terraza
y tomarnos la penúltima ginebra, sin confesarle que abrigaba la esperanza
de encontrarme con ella. Presentía que estaba allí. Aunque, bien
mirado, el presentimiento me había estremecido en cada uno de los seis
bares anteriores. Atravesó en línea recta el espacio libre hasta
llegar a la barra, como el que va a la ventanilla a presentar un certificado,
mientras yo, que entré tras él, me demoraba en discretos meandros
de reconocimiento. Aquello estaba lleno de profesionales autónomos de
futuro prometedor con gafas de diseño (estirados) y de chicas delgadas
con ropa atrevida bañadas en perfumes caros (pijas).
-No me van los perfumes caros, prefiero los desodorantes de bola –le dije cuando
llegué a su altura y me tendió el gin-tonic.
-¿Bola? Bola la que tienes tú esta noche. A ver si se te cambia
esa cara de velatorio de una vez.
-Esferas, Óscar, esferas de plástico que ruedan en una cápsula
–le respondí, mientras oteaba por encima de calvas brillantes y melenas
lacadas.
-¿Que van rodando desde el principio hasta el final, hasta que
se acaba el contenido? –insistió, después de un trago temerario.
-Bueno, no exactamente, porque las esferas no tienen principio ni fin
–estaba empezando a hartarme.
-Porque tú lo digas, listo. Claro que tienen. Tienen comienzo y
final, como los rollos de cinta aislante, como las pelis, como... el amor.
Después,
luces, música, muchas palabras, más bares, borrosos todos ellos,
hasta el punto de que se parecían como gotas de ginebra. Ya tenía
los párpados entornados y me quería ir a casa, pero él
insistía en que estábamos haciendo tiempo, ¿para qué?
En vez de responder, se enredaba una y otra vez en explicaciones cartográficas
que se convertían en análisis de trigonometría esférica,
¿tú estudiaste trigonometría esférica, no? Sí.
¿Sí? No. No me acuerdo. Me voy a dormir. Tú te quedas.
Si no atiendes, no vas a entender a qué estamos esperando.
*
Me
despertó de un codazo para que no me perdiera las vistas. Estábamos
en un avión que me pareció más estrecho que un tubo de
Colgate, y dentro de diez segundos íbamos a estrellarnos contra aquellos
arrecifes donde rompían las olas. Clavé las uñas en el
asiento y pateé la moqueta en busca del freno, pero en el último
momento logramos aterrizar en una pista que surgió de la nada.
-Te voy a enseñar dónde empieza la esfera en la que vives.
Por enterado.
Antes de preguntar dónde estábamos, vi el cartel: AEROPUERTO
DE EL HIERRO. Y la parte menos resacada de mi subconsciente empezó a
atar cabos. Hacía viento racheado pero el sol de la mañana brillaba
sobre la costa rocosa. En la terminal nos esperaba, casi en posición
de firmes, Remigio, el vigilante de Pesca, con su uniforme imponente, su identificación,
y al cinto una cámara, un metro y el walkie-talkie. “A éste es
al que hay que enseñarle el meridiano cero, ¿no, don Óscar?”.
Nos hizo subir en el coche oficial, un todoterreno rojo, y Óscar empezó
a hablar de paralelos y meridianos, hasta que le dio la tos. Remigio me contó
entonces cómo multó a un concejal por pescar donde no se podía,
y por qué abrió expediente a su propia madre cuando la sorprendió
capturando juveniles. Curvas, viento, casas blancas. No sentía la proximidad
del comienzo del globo, ni siquiera la redondez de la propia esfera (cierto,
rodábamos sobre una esfera), pero sí la niebla que cegó
las lunas cuando pasamos por las huertas de San Andrés, y que luego se
disipó como si no hubiera existido nunca.
Entre batallitas de la mili de Remigio y chistes verdes de Óscar nos
pusimos en La Restinga, porque en algún sitio había que desayunar
(no era cosa de ir a visitar el kilómetro cero del globo terráqueo
en ayunas, menuda falta de respeto). Y nada mejor para la resaca que un café
a orillas del océano. Los niños bailaban y tocaban las chácaras
en un patio, y en la playa, el viento frío le ponía la carne de
gallina al mar, mientras el walkie-talkie de Remigio murmuraba retahílas
metálicas, a las que él respondía “ok, ok”. Casi todas
las casas, bloques desmañados con puertas de aluminio y cristal, lucían
cartelitos de plástico con números de teléfono. Todo iba
encajando: los lugareños alquilaban apartamentos a los turistas que venían
a conocer el comienzo de la Tierra.
Ya estábamos sentados frente a las tazas de café cuando se acercó
uno de los niños, que nos había estado escuchando, y dijo no sé
qué de un señor Gringüich, inglés, para más
señas, que, ni corto ni perezoso, había raptado el meridiano cero
y se lo había llevado a su casa. Que desde aquel día no sabían
nada de él, ni de cuándo lo pensaba devolver.
Claudio
Colina Pontes