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Un tulipán llamado Alfonsina | ||||||
VIAJES Y VIAJEROS |
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Brilló su cabellera durante un segundo con la ráfaga de luz que entró por la ventana del tren. Un resplandor seco como el de una lámpara que se enciende con una bombilla recién estrenada. “Ahora que te tengo aquí, en onda corta, quiero que me escuches una cosa: te perdono que te hayas teñido de rubio porque eres música, sólo por eso, y con la condición de que me toques Alfonsina en cuanto lleguemos”, le dije a ella, que estaba sentada justo en frente de mí, y lo dije de un tirón, sin levantar la vista del cuaderno en el que anotaba los horarios de vuelta. Tomás, que estaba a mi lado, me miró con los ojos como platos: “¿La conoces?”. Ella fruncía un poco el ceño por la luz del exterior, y miraba hacia fuera, a su izquierda. No había entendido nada. Menos mal.
-Claro que no la conozco, hombre. ¿La conoces tú?
-No.
-¿Y te gustaría conocerla?
-Me gustaría que me tocara el violín. Y que me tocara.Por no saber, no sabíamos si era belga u holandesa. O ambas cosas. Y es que subió al tren en la frontera, una frontera insípida, porque no tiene montañas. Toda frontera que se precie debe tener un buen par de barreras blancas y rojas de madera bien maciza, entre metralletas, gorras de plato, colas tensas y miradas prejuiciosas. Y estar en una carretera de montaña, donde de noche haga mucho, pero que mucho frío. Pero entre Bélgica y Holanda, cuando se viene desde Bruselas, territorio francófono, no hay más que carteles bilingües y no existen los frenos. Mercado único, velocidad homologada, frío domado por una bruma beneluxiana que tiene el mismo sabor aquí que quinientos kilómetros más allá.
Un buen rato antes de que Alfonsina subiera, cuando hicimos parada en la estación de Amberes, me acerqué a la portezuela del vagón para echar un vistazo y comprobar si hacía más frío allí que en el núcleo duro de la Europa rica. Pero hacía la misma temperatura pastosa y húmeda que en Bruselas, el núcleo rico de la Europa dura. Es dura de pelar, pensé, cuando ya se alejaban por el andén dos peruanos, que eran todo trenzas azabache y sonrisa amable, y que me habían pedido paso para apearse con un “¡disculpe, señor!”, así, en castellano. A medio camino ya de las cristaleras de la estación, cargados con sus fardos pesadísimos de mercancía, les devolví el saludo a voz en cuello: “¡Suerte, amigos!”.
Pasaron junto a las vías campos verdes o grises, o verdigrises, el tren atravesó lloviznas primaverales con su ronroneo de calefacción del Estado del bienestar... y subió ella. Subió los dos peldaños metálicos con el estuche del violín asido de la mano, y entró, dubitativa, en nuestro pasillo enmoquetado. La casualidad se las había arreglado para ir llenando nuestro vagón, de manera que el asiento ubicado delante de nosotros quedara libre hasta ese momento. Una bufanda negra contrastaba con su cutis de cristal, y los ojos verdes y tristes no encontraban dónde posarse, como un ave cansada.
Tomás montó el teleobjetivo en la Canon para captar los campos del Brabante Septentrional. La niebla se había alejado tres o cuatro kilómetros del ferrocarril, y veíamos llanos rectangulares tapizados de tulipanes. Amarillo, rojo, naranja. Los agricultores transitaban en bici por caminos más rectos que la raya del pelo de Gardel, y yo observaba el mentón pálido, los labios fríos y la melena rubia, deliciosamente revuelta de la violinista, que intentaba centrarse en la lectura de un librillo desvencijado mientras chasqueaba la lengua y se arrebujaba en su abrigo cada vez que el viejo de al lado tosía, baboso. Me esforzaba en ver cómo era su callo, pero lo tapaba el grueso gabán; el callo que tienen todos los violinistas en el cuello, donde apoyan el instrumento. Y de repente llegamos a Gouda, de donde viene el queso ídem, y se acabó Gouda, que a la velocidad de nuestro tren, que al fin y al cabo no es alta, duró diez segundos.
La estación central de Ámsterdam es un agujero babélico y colorido, lleno de postales, fluorescentes, colillas de porro y mochileros de todas las latitudes, de todos los pelajes, que flotan en corros entre nubes de marihuana institucionalizada. La gruta se abre a una explanada gris invadida por un mar de bicicletas estacionadas. Tomás y yo alquilamos las nuestras en el sótano contiguo, preguntándonos adónde habría ido nuestra música teñida, que salió a paso ligero en cuanto el tren abrió las puertas. Creo que nos olvidamos de ella en cuanto llegamos a aquella gran plaza en la que jugaban los niños, repleta de gente y de tiovivos, y nos abrimos paso entre el gentío hasta ponernos a los pies de una dama pelirroja que tocaba Alfonsina con un acordeón lleno de nácar y granates. Se le escapó una lagrimita, al Tomás. Le dejamos en el estuche un cupón de la ONCE.
Claudio Colina Pontes
Artículo perteneciente a la colección "Cartas a un pelágico" | ![]() |
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