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Ann Mary | ||||||
VIAJES Y VIAJEROS |
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“Ten cuidado con la libra, que está a doscientas veintisiete pelas. Preséntate mañana en nuestra oficina a las nueve para darte la acreditación y los papeles”. Ese recado, que dejó la secretaria en el buzón de voz de mi móvil, fue lo primero que escuché cuando pisé la estación Victoria, procedente de Gatwick. Atravesé el gran espacio interior, iluminado y amparado por una calefacción invisible, hasta llegar al ancho umbral, barrido por una llovizna pegajosa que caía sobre un aire frío y tenaz, un frío que –me di cuenta horas después- era lento y torvo como el agua mate del Támesis. Pasa un cab, que circula por el lado contrario. Otro. Y otro más, pintado de rosa.
Lo tenía todo previsto. Eso creía al salir de casa. El diccionario de bolsillo, la navaja multiusos, un mapa del metro (como no usan el metro -el sistema métrico- sino que hacen las cosas con el pie, se llama underground), una bufanda, una lata de gofio, un salero para resucitar los inevitables guisantes hervidos, y un chorizo artesanal de contrabando, para compartir con Ana María. Por fin me mandaban como enviado especial a un partido de la selección. Era el resultado de sutiles pero arduas maniobras de peloteo al director de la emisora, y allí estaba, caminando en dirección al city center, sin lograr que la bufanda me librara del aire helado que trajo una oscuridad precoz.
Cuatro y media de la tarde en el extremo de Oxford Street. Noche cerrada. Una abuela escuálida toma con su ciclomotor la esquina del Hyde Park. Va forrada de pies a cabeza con una gabardina de plástico transparente y sortea los charcos con mucho oficio mientras el repiqueteo del motor se ahoga en la neblina del parque. Había llamado a Ana María hacía diez minutos y me había citado en una “cafetería acogedora” que no estaba lejos. Se despidió con un “te espero, cariño”, y con fuerzas renovadas empecé a bajar por Oxford Street, que era una fila de escaparates con luces cálidas, rebajas escandalosas y autobuses de dos pisos, uno detrás de otro, que impedían ver la acera de enfrente. La llovizna se fue y bajó del cielo una lámina fina de gelatina helada que se me pegaba al rostro a cada paso. Temblaba sin remedio cuando me desvié por la transversal indicada, cuando vi los neones del bar y cuando así el picaporte de la puerta, y no me daba cuenta de que tiritaba más por Ana María que por el frío.
Era un bar obrero italiano que medía siete por dos metros. Y Ana María no estaba allí. Me acomodé en una mesa sin mirar el gran espejo del fondo y pensando en cuántos pies cuadrados mediría aquel local, que era sin lugar a dudas la cuna del euroescepticismo. Una nube de grasa saturada flota en el aire. Procedía de la freidora y de la plancha, que funcionaban a buen ritmo en condiciones normales de presión y temperatura. La encargada, una italiana delgada, ojerosa, asqueada, trabaja en condiciones anormales de depresión y calentura. Parecía haber abandonado la juventud esa misma mañana. Y aún no se reconocía. Se abrió el postigo del servicio y giré el cuello en aquella dirección, esperando encontrarme con la mirada de Ana María. Esa mirada, esa panacea. Salió de allí un basurero abrochándose la bragueta del pantalón del uniforme, con bandas reflectantes de diseño. Para no sentir un peso invisible y amargo en los hombros pedí un bocadillo de salchicha con queso y un té, al tiempo que marcaba de nuevo su número en el móvil. Sonaban los tonos y la puerta del bar, de cristal y hierro, se abría y se cerraba con un ruido discreto de bisagras sueltas. El contestador automático me saludó en inglés y no dejé ningún recado, ¿para qué? El aire gélido de la calle, gris y agrio por el humo de los cabs, formaba volutas invasoras en nuestro ambiente interior saturado de tabaco, calor animal, exclamaciones italianas y mostaza picante. A todas estas, un ventilador de la talla pequeña, que alguien había colocado en el cristal sobre la puerta, zumbaba y nos miraba cariacontecido, porque no podía hacer más.
¿Estaría de camino? ¿En un autobús? ¿Se habría cortado el pelo? ¿Por qué me había dado su número y no la dirección? ¿Le daría un beso en los labios o en la mejilla? ¿Un abrazo? ¿Vivía con alguien?
Se levantó de otra mesa un espécimen euroescéptico que, bien mirado, podía ser un chico afeminado o una mujer hombruna. Llevaba el pelo negro recogido con una boina, pero no al estilo del Che, sino al de Madonna en 1985. Pantalones de camuflaje y cejas depiladas. Se apoyó en la barra y empezó a charlar con la encargada, que tenía varias salchichas en la plancha. Al fin lo comprendí todo. Que estábamos en el centro del mundo y que los euros jamás hollarían aquella caja registradora.La selección perdió dos a cero.
Claudio Colina Pontes
Artículo perteneciente a la colección "Cartas a un pelágico" | ![]() |
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