Rincones
de la vida damascena
A nadie
que visita Damasco le pasa desapercibida la Gran Mezquita Omeya, los zocos,
la vía recta, el palacio Azem o el excelente Museo Nacional, lugares
frecuentados por los turistas en la antigua capital de los omeyas, poco numerosos
en estos tiempos, por cierto. Para los españoles, además, algunas
referencias históricas y artísticas concitan un sentimiento
de cercanía, de familiaridad. Cuando se entra en la Gran Mezquita es
obligado recordar que sus constructores eran parientes, aunque lejanos, de
quienes construyeron la mezquita de Córdoba, y el fabuloso juego de
dovelas bicolores de los arcos se llevó de Damasco a Al-Andalus al
principio de la conquista. Las referencias a la dinastía omeya causan
un recuerdo inmediato de algo ya conocido, familiar, de casa; no en vano los
gobernantes principales de los primeros tiempos de Al Andalus pertenecían
a esa familia siria.
Pero
además de todo esto Damasco esconde algunos pequeños secretos,
propios de la amalgama de credos y etnias que ha sido durante siglos ash
Sham o Dimashq, como la llaman los árabes. Los damascenos
se precian de vivir en la ciudad habitada más antigua del mundo, en dura
pugna con Alepo, Jericó y alguna otra. Como tal está cargada de
tradiciones que donde mejor se observan es en los negocios: el zoco de los artesanos,
los viejos restaurantes, las tiendas llenas de color y olores... Por supuesto
los souks de la ciudad vieja dan cumplida cuenta de este hecho, con sus
pequeños comercios plagados de mercancías situados junto a hammams,
madrasas, khanes y palacios de épocas variadas. Casi todas las dinastías
y confesiones del Islam han dejado allí su huella: los ortodoxos omeyas,
los fatimíes de raíz chiíta, los reformistas ayyubies de
Saladino y su familia, los mamelucos egipcios y por supuesto los turcos, sunnitas
todos. Así, en la ciudad vieja abundan las madrasas de tiempos de Nureddin,
antecesor de Saladino, e incluso se conserva un bimaristán de
1154, el al-Nouri, literalmente la casa de los enfermos, edificio de influencia
persa con funciones de hospital donde hoy se halla el Museo de la Medicina y
la Ciencia Árabes. Recordemos que en los siglos XII y XIII la medicina
árabe era la más avanzada del mundo mediterráneo y que
los bárbaros cristianos de occidente no contarían con edificios
similares hasta mucho más tarde.
Paradojas de los tiempos, en las cercanías del bimaristán,
en la calle principal del souk Hamidiyeh, está la heladería
más famosa de la ciudad, Bakdache Ice Cream, un gozo para los viandantes
en días de calor en medio de las callejuelas pobladas de gentes trajinando
con las mercancías.
A la sombra
de la Gran Mezquita no hemos de olvidar el mausoleo de Saladino, gran héroe
para los árabes y en especial para los sirios. Demasiado escueto, poco
ostentoso y quizá un tanto sobrio para una figura tan importante en
la historia de Oriente Próximo, queda junto a la entrada norte de la
mezquita, al lado de un pequeño jardín, y con frecuencia pasa
desapercibido para el visitante apresurado. Resulta extraño saber que
durante lustros estuvo abandonado tanto por la administración turca
como por los propios ciudadanos de Damasco, y su restauración, poco
antes de la ruina, se debe al Kaiser Guillermo II de Alemania. Sorprendido
por el lamentable estado del mausoleo cuando visitó Damasco en 1898,
costeó los gastos necesarios para la conservación y un sarcófago
nuevo.
La
calle que circunda la mezquita está llena de tiendecillas atestadas,
con productos sorprendentes a veces, y recorrerlas permite ver, a la vez, el
robusto muro que soporta todo el templo, descubriendo en él innegables
huellas del santuario romano sobre el que se asienta. Un callejón remozado
y limpio frente al extremo sureste del muro conduce a uno de los lugares más
fascinantes del viejo Damasco, el restaurante Omeya Palace. Se encuentra en
un antiguo hammam turco, en los bajos de un edificio, y tanto su decoración
como la presencia frecuente de músicos sufíes proporcionan un
ambiente tan grato que uno se olvida fácilmente del paso del tiempo.
La deliciosa comida a veces es acompañada por la presencia de unos derviches,
quienes muestran sus danzas místicas mientras el aire se va perfumando
con el aroma de las narguiles, y la mente se relaja con las notas de la música
sufí.
En
las cercanías es posible comer, de una manera menos formal, en los pequeños
restaurantes donde hacen un exquisito shawarma, y tomar después
un té en los cafetines al aire libre, siempre acompañados de la
humeante pipa de agua.
Al
otro lado de la ciudad vieja, en torno a la vía recta, se encuentra el
barrio cristiano, donde en los últimos años se están restaurando
algunas mansiones maronitas, armenias y de otras confesiones cristianas. Sus
ventanales de madera y sus artesonados de taracea recuerdan tiempos mejores
para la ciudad, aquellos en que camellos y jumentos cargados con mercancías
de todo el oriente entraban por Bab Charqi y descargaban en los Khanes o caravanserais,
para abastecer los diferentes zocos. Los comerciantes cristianos, siempre atentos
a los negocios, mantienen la tradición de los muebles de taracea y la
orfebrería adamascada, pero van evolucionando hacia servicios para los
turistas. Así algunas mansiones se han convertido en hoteles, caso del
Al Mamlouka, en la calle Bab Touma, uno de los mejor recuperados. En otros edificios
en torno a Bab Charqui se han establecido bellos restaurantes que recrean el
ambiente de las antiguas casonas señoriales

Otro de
los lugares neurálgicos de Damasco es la plaza Marjeh, o de los mártires,
una pequeña plaza cuadrada en la ampliación de la ciudad del
siglo XIX. Durante muchos años ha sido lugar de partida de las gentes
que marchaban hacia otras ciudades del país, y por ello se han establecido
allí varios cafetines, tiendas de zumos, de shawarma, y en especial,
las excelentes pastelerías donde los viajeros, antes de partir, se
aprovisionan de pastas deliciosas para llevar a las familias. Aún en
estos tiempos la mayoría de las tiendas permanecen abiertas la mayor
parte del día y de la noche, y a todas horas es posible ver gentes
tomando chai, comprando frutas o las afamadas pastas. Una de las experiencias
más agradables para el viajero puede ser sentarse en una modesta tetería
con un paquete de pastas de pistacho, de ajonjolí o de las rellenas
con dátiles y tomar varios tés pausadamente mientras observa
el ir y venir de los sirios en esta plaza tan animada. En el centro, una columna
de piedra recuerda la inauguración de la línea telegráfica
entre Damasco y la Meca.
Más
al occidente, junto a la Mezquita Suleymanie, en el espacio ocupado por una
madrasa turca del siglo XVI, se
han asentado un gran número de artesanos y anticuarios que atesoran
piezas muy variadas, algunas de gran calidad. Muchos objetos están
pensados para los turistas, pero en las tiendas de los anticuarios una atenta
visita permite descubrir que algo del pasado comercio aún sobrevive.
Junto a abalorios, lámparas desvencijadas y metales de distinto uso
se ofrecen al cliente interesado verdaderas antigüedades del lejano oriente
y artesanías de cierta originalidad, para sorpresa de quien espera
encontrar solo uno más de los muchos mercados dirigidos al occidental
ávido de compras pseudo exóticas. La particularidad llega a
tal punto que en algunas de las pequeñas aulas de la vieja escuela
coránica hay talleres tan curiosos como uno de reproducciones de sellos
cilíndricos asirios y babilónicos. Dajani se llama, y pueden
adquirirse en él tanto las copias de los sellos como bonitas impresiones
en arcilla de las imágenes de los mismos. Pocos lugares en el mundo
tendrán una tienda de tal cosa. Puro afán investigador y de
documentación de su dueño.
Siempre
que sea posible no debería abandonarse Damasco sin visitar el que posiblemente
sea el establecimiento más laureado de Siria, la chocolatería
El Ghraoui. El exterior de la tienda no da idea de la gran variedad de chocolates
que se elaboran en su interior. El mayor galardón de este obrador artesano
es haber sido nombrado proveedor de la Reina Victoria de Inglaterra. ¿Por
qué limitarse a una sola variedad si podemos probarlas todas?. Difícil
elección.
Personalmente
me resulta difícil elegir un lugar para despedirme de la ciudad, quizá
la vista panorámica desde los parques del monte Casiun, o un paseo
alrededor de la Gran Mezquita, o una buena cena en una de las casas restauradas,
o tal vez un té en el Marjeh. Imposible decidirse, pero sea donde sea,
siempre con el firme propósito de volver.
Para
saber más sobre las mansiones de Damasco:
http://www.losviajeros.com/index.php?name=News&file=article&sid=105&mode=&order=0&thold=0
Jesús
Sánchez Jaén
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