Jesús Sánchez Jaén
Publicado: 9 - VII - 2022
Después de
una dura jornada
por el gran wadi, la caravana se adentra en el recinto amurallado
de una ciudad de adobe y llega a su destino, el palacio del sultán.
Las mercancías son transportadas inmediatamente de la grupa
de los camellos a las bodegas por esclavos de tez tan negra como
el betún y gran talla. Entre tanto, dos personajes de cara
pálida observan la escena desde una esquina del patio,
protegidos del polvo por sus hábitos raídos. Una
enérgica voz en árabe les hace ponerse en movimiento:
el sultán les reclama en su salón privado con presteza.
Los dos occidentales, pese a la relativa libertad de la que gozan,
no pueden olvidar que son cautivos y deben obediencia al señor
de la ciudad. Con lentitud a causa del calor suben la empinada
escalera que les conduce al mafrax, en el último
piso de la casa en forma de torre. Allí, recostado sobre
unos almohadones junto al ventanal, tocado con un gran turbante,
el gobernador olfatea una pequeña taza humeante antes de
llevársela a la boca. Cuando ve a los frailes, pues esa
condición tienen los dos cautivos, les invita a pasar y
sentarse a base de gestos desmesurados, y un sirviente les acerca
un par de tazas similares a la suya. Contienen una pequeña
cantidad de un brebaje negro y de olor intenso; el sultán
les pide que lo prueben y ellos lo hacen a pequeños sorbos,
un tanto desconfiados. La extraña bebida se llama “cahua”
o “cafua”, les dice, y tiene sabor agradable, aunque
un tanto amargo.
La escena transcurre
aproximadamente en 1592, en alguna ciudad del wadi Hadramaut,
en Yemen, y los sorprendidos occidentales son dos jesuitas apresados
por los turcos en 1590, cuando viajaban desde la colonia portuguesa
de Goa, en la India, hacia occidente intentando llegar a las costas
de Etiopía. Los dos son españoles, uno se llama
Antonio de Montserrat, y el otro Pedro Páez, castellano
para más señas. Gracias a éste último
y a las crónicas que escribió sobre sus viajes conocemos,
entre otras muchas cosas, este episodio, el primer encuentro de
un occidental con el café del que se tiene noticia.
Shibam, wadi Hadramut (Yemen)
Pedro Páez
Jaramillo, nació en 1564 en Olmeda de las Cebollas, el
actual Olmeda de las Fuentes (Madrid). Vivió su vocación
jesuítica como un impulso para llevar la fe a los lugares
más apartados, imbuido por el espíritu misionero
de San Ignacio y San Francisco Javier, pero incorporando a ello
un afán aventurero y un dominio de la diplomacia que le
hizo lograr una de las vivencias más fascinantes que ser
humano alguno, de su época e incluso de la actual, pudiese
imaginar. Después de muchas vicisitudes consiguió
llegar a Etiopía, y allí no solo mantuvo en pié
la pequeña misión que los jesuitas habían
instalado varios años antes, sino que se granjeó
la confianza del rey etíope y logró su conversión
al catolicismo, y por ende la de todo el país, al menos
de manera oficial. Hay que hacer un importante esfuerzo para recrear
como debía ser la vida de un occidental en el corazón
de África en el siglo XVI, pero no cabe duda de que sería
durísima. Pensar en una pequeña comunidad de jesuitas
rodeados de gentes coptas a las que tratan de atraer a la fe de
Roma, en unas condiciones climáticas muy difíciles
y rodeados de peligros de todo tipo, sorprende e incluso asombra
bastante. Aunque reflexionando con un poco de calma, quizá
las condiciones de vida del reino etíope no fuesen tan
diferentes en esos tiempos de las habituales en la Castilla de
la época. Es posible que la gran diferencia que ahora existe
sea más un fruto de nuestro siglo.
Había
llegado a la misión de Goa solo cuatro años antes,
en 1588, y allí fue designado por su orden para viajar
a Etiopía junto a Antonio de Montserrat gracias a su gran
habilidad diplomática y a su espíritu aventurero.
Los jesuitas tenían en la altiplanicie etíope una
pequeña misión, fruto de los avances coloniales
portugueses, pero para entonces los esforzados misioneros llevaban
aislados del mundo occidental varios años. En ese tiempo
la corona española, que bajo Felipe II englobaba Portugal
y todas sus colonias, andaba enfrascada en la guerra con los turcos,
y estos, para minar el comercio por las rutas portuguesas del
Indico, bloqueaban el paso de las naves junto a las costas del
este africano y al sur de la Península Arábiga.
Las escasas noticias que llegaban de Etiopía hablaban de
un reino cristiano, copto, que solía asimilarse al mítico
reino del Preste Juan. En la corte española alguien debió
sugerir el plan de intentar un cerco al infiel contando con la
alianza de esos cristianos del sur, para lo cual era imprescindible
entrar en contacto con el rey negro, y nadie mejor que los atrevidos
jesuitas, bien preparados y dispuestos, para llevar a cabo la
misión discretamente. Por esa causa los misioneros recibirían
un doble encargo: relevar a sus compañeros en el aislado
enclave de la meseta etíope donde resistían desde
hacía años, y llevar un mensaje al rey etíope
en nombre del Papa.
Pedro
Páez y su compañero partieron de Goa hacia la Península
Arábiga en 1589, pero fueron apresados por una nave turca
al inicio de 1590 y vendidos en Yemen como esclavos. En su nueva
condición recorrieron el wadi Hadramaut a pié y
vivieron durante algún tiempo en Sanaa y Moca. Las notas
que Páez escribió durante los seis años de
cautiverio son el primer documento de descripción del Yemen
escrito por un occidental que ha llegado hasta nuestros días.
Durante ese tiempo entre otras cosas conocieron la extraña
bebida negra que los yemenitas tomaban, el café.
Una vez liberados
en 1595 ambos regresaron a Goa, donde pronto se consideró
que debía intentarse de nuevo la aventura de Etiopía.
En este caso el viaje tuvo éxito, y después de sortear
el bloqueo turco, en 1603 Páez y otros hermanos de la orden
(Antonio de Montserrat había muerto al poco de regresar
a Goa) llegaban a la costa etíope, al enclave de Massawa,
una vieja colonia portuguesa sometida cada cierto tiempo al bloqueo
turco. El primer objetivo fue alcanzar la misión jesuita
en Fremona, en el interior, y una vez instalados allí,
Páez comenzó las tareas de reconstrucción
y afianzamiento del enclave católico. La situación
no era fácil, pues durante muchos años los portugueses
habían sido vistos como unos intrusos, y los misioneros
como unos rivales que pretendían entrometerse en los asuntos
religiosos del país. Hay que mencionar el hecho de que
tropas portuguesas habían intervenido en las disputas dinásticas
etíopes años antes, y que todos los misioneros eran
tomados por portugueses, pues entre ellos hablaban esa lengua
y bajo esa bandera habían llegado por primera vez a Etiopía.
No en vano la casa madre de la misión jesuítica
era Goa, y el avance en territorio africano se había producido
de la mano de los exploradores portugueses.
Pese
a todo, Páez no tardó en entrar en contacto con
el rey etíope, Za Dengel, venciendo pronto las numerosas
reticencias que la corte tenía hacia los monjes gracias
a su diplomacia y al respeto que mostraba con las creencias y
costumbres locales. En poco tiempo había aprendido amárico
y ge’ez, las principales lenguas de Etiopía, lo que
le facilitó mucho el trato con los etíopes y el
conocimiento de sus costumbres. Las relaciones con el rey se hicieron
tan fuertes que el jesuita logró la conversión del
monarca al catolicismo. Sin embargo la precipitación de
éste al intentar imponer su nueva fe en todo el país,
pese a los consejos de Páez, provocó una revuelta
que acabó con su vida.
El nuevo gobernante,
Susinios Segued III ocupó el trono en 1605 y pronto llamó
al culto jesuita a su lado en la corte. Impresionado por sus dotes
intelectuales, decidió otorgar beneficios y tierras a los
monjes católicos. Las nuevas tierras estaban en la península
de Górgora, en la orilla norte del lago Tana, y allí
Páez seleccionó una zona para levantar una nueva
misión y una gran iglesia de piedra. Mientras dirigía
las obras de la nueva iglesia, diseñada por él,
mantenía un contacto frecuente con el emperador, de quien
era una especie de consejero privado. Escarmentado por las consecuencias
tan lamentables de la conversión de Za Dengel, procuró
actuar con tiento y prudencia en materia religiosa, y aunque su
cometido principal era la evangelización, como el de todo
misionero, prestó gran atención a conocer la cultura
etíope y a acompañar al emperador por todo el país
sin hacer causa especial de las disputas espirituales.
Residencia jesuíta
en Górgora, a la orilla del lago Tana (Etiopia)
Fueron unos años
de paz y prosperidad en Etiopía, aprovechados por Páez
para intentar poner en contacto al monarca africano con los gobernantes
europeos, y para ello se enviaron cartas a España y a Roma.
Sin embargo las comunicaciones diplomáticas, siempre vigiladas
de cerca por los turcos, no fructificaron. Durante este tiempo
la nueva misión en Górgora se convirtió en
el centro jesuítico principal, a la vez que la iglesia
alcanzaba un aspecto monumental bajo la dirección del español.
En los viajes con Susinios por el país, Páez anotaba
todo lo que visitaba y ese material lo usó después
para escribir una “Historia de Etiopía”. En
uno de esos viajes se produjo el hecho más notable desde
el punto de vista geográfico: la visita de las fuentes
del Nilo Azul.
Para Páez
el hecho no tiene trascendencia ninguna, por cuanto era un lugar
conocido de sobra por los etíopes y él lo único
que hace es verlo y tomar oportuna nota. ¡Que comportamiento
tan diferente al de tiempos posteriores! No se arroga el descubrimiento
de nada a pesar de que si la noticia hubiese llegado a las cortes
occidentales se habría considerado algo excepcional. Nadie
procedente de Europa había llegado a las fuentes de Nilo
Azul antes, o al menos no lo había contado. No existe noticia
alguna de un hecho semejante antes del siglo XVI. Algunos historiadores
de la colonización portuguesa indican que el capitán
Joao Gabriel, al frente de un pequeño destacamento portugués
que intervino en las guerras civiles etíopes un tiempo
antes, habría podido alcanzar el lugar donde nace el gran
río, pero solo son especulaciones pues este militar, amigo
de Pedro Páez, no dejo ningún documento escrito.
Quizá su experiencia pudo servir al español en su
propio viaje. El caso fue que nuestro personaje, en 1618, tal
vez recorriendo las regiones próximas al lago Tana, llegó
a uno de los reinos que formaban parte del imperio de Susinios:
el reino de Gojam, según narra en el Libro I de su obra.
Allí, en una región llamada Sahala, se encuentra
un pequeño vallecito donde nace el gran río.
|

Así veía
Ptolomeo el Nilo, con sus diversas fuentes
|
Las
pequeñas lagunas que bullían repletas de agua ante
Páez cual manantial inagotable empantanaban la ladera inmediata
y el agua se recogía en una surgencia unos metros más
abajo, según narra él mismo, dando así origen
al río como tal. Con ánimo desapasionado pese a
ser consciente de estar ante el nacimiento de uno de los brazos
principales del gran río, describe con cierta parquedad
el curioso curso que toma el agua, primero a oriente, luego al
norte como si hubiese encontrado su camino hacia el mar, para
cambiar de nuevo al este y entrar con fuerza en el lago Tana,
donde se remansa un tanto. Abandona por el sur la gran laguna
y va aumentando su caudal hasta dejarse caer por las cataratas
de Tisisat, de las que Páez incluso calcula anchura y altura.
Como si se tratase de un geógrafo avezado consigna en su
libro los lugares que va atravesando el río mientras se
adentra por gargantas estrechas, hasta que definitivamente se
orienta al norte siguiendo imparable hacia su destino a través
del gran desierto.
|
“Está
la fuente casi al Poniente de este reino,
en la cabeza de un vallecito que se forma
en un campo grande, y el 21 de abril de
1618 que llegue a verlo, no parecía
más que dos ojos redondos de cuatro
palmos de largo (...) Y confieso que me
alegré de ver lo que tanto desearon
ver antiguamente el rey Ciro y su hijo
Cambises, el Gran Alejandro y el famoso
Julio César”.
Historia
de Etiopía, I, cap, XXVI
|
|
|

El Nilo corre hacia el
sur tras salir del lago Tana, que se observa al fondo.
|
En esos años
de viajes por el territorio de Susinios la confianza de éste
en el jesuita español fue creciendo hasta tal punto que
le encargo edificar un palacio en las inmediaciones del lago Tana.
Páez demostró en ello otra más de sus numerosas
habilidades, y proyectó y dirigió las obras de un
gran edificio de piedra de dos plantas. La influencia sobre Susinios
se vio plasmada, finalmente, en la conversión oficial de
éste al catolicismo en 1622 y el inicio de la transformación
de la corte de los rituales coptos a los católicos, pese
a las reticencias de Pedro Páez. Mientras tanto la vida
de los jesuitas se había repartido entre la misión
de Fremona y la de Górgora, pero siempre con la austeridad
y la prudencia propugnadas por el español, quien además
de otras actividades, tuvo tiempo de escribir su obra de historia,
redactada en portugués, y no publicada en español
hasta 2014.
Cuando
poco después comenzaron los disturbios a causa de las diferencias
insalvables entre coptos, celosos del poder de la nueva religión
del emperador, y católicos, Pedro Páez no llegaría
a sufrirlos, pues murió en mayo de ese mismo año.
Fue enterrado en Górgora.
Lamentablemente
durante los siguientes 10 años toda la obra del jesuita
español se desmoronó, sobre todo a causa de la restauración
del culto copto como religión oficial y las venganzas hacia
los misioneros. Las edificaciones de Górgora se abandonaron
y hoy día son un puñado de ruinas en las cercanías
del lago Tana. El enrevesado cauce del Nilo permanece y el río
continúa su viaje impasible ante la destrucción
de las obras y el olvido de quien lo describió con todo
rigor para los ojos de los europeos.

Cataratas de Tisisat,
Nilo Azul (Etiopía)
-------------------------------------------
Nota: El fragmento
citado de la obra de Páez está extraído del
libro de Javier Reverte, "Dios,
el diablo y la aventura".
Permitido
copiar o difundir siempre que sea sin fin comercial, sin modificar
y citando el autor y la web donde se ha obtenido