LA AVENTURA ESPAÑOLA EN ORIENTE (1166-2006)
VIAJES Y VIAJEROS
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Viajeros, museos y estudiosos del redescubrimiento del Oriente Próximo Antiguo
Exposición en el Museo Arqueológico Nacional. Abril-junio 2006

Oriente, palabra mágica impregnada de romanticismo durante el siglo XIX, ha estado desde antiguo ligada a la historia de la península Ibérica. El Islam nos trajo el Oriente, reflejado en la literatura, el arte, las ciencias y también en las costumbres, la lengua, la gastronomía y, en general, todo aquello que nos resulta cotidiano. Su llamado redescubrimiento fue más el de países como Francia e Inglaterra, que se disputaban los caminos y las ganancias económicas tras el progresivo declive de los imperios español y portugués, que el de la península Ibérica que, por poner un ejemplo, cuando se tradujeron con gran éxito las Mil y Una Noches (Antoine Galland, 1704; Richard Francis Burton, 1850), ya contaba en su literatura con muchas de las entrañables historias de Scherezade más o menos adaptadas.

El recuerdo que dedicamos a viajeros y estudiosos españoles de siglos pasados, así como a las labores de investigación arqueológica, filológica e histórica que continúan hoy en día, no responde a una reivindicación por un sentimiento de orgullo, sino al reconocimiento de la gran labor realizada por personas que se dejaron guiar por su curiosidad, empeño y voluntad científicas, amén de por su vocación propia. Devotos, comerciantes, diplomáticos, militares, científicos o literatos, todos ellos añadieron a sus obligaciones un afán personal reflejado en libros, cartas, diarios y estudios impregnados de la visión particular que cada siglo dio a sus autores.

Aunque se ha tomado como punto de partida el viaje que Benjamín de Tudela iniciara en 1166, ello sólo señala la ausencia de testimonios anteriores. Tan sólo la dama Egeria (381-384 d.C.), al parecer gallega, que viajó a Tierra Santa en época del emperador Teodosio como tantas otras peregrinas y a la que erróneamente se ha tratado de monja en muchos escritos, nos deja en sus cartas un relato fresco y alegre desde el Sinaí a Constantinopla .

A partir de ahí transcurren casi ochocientos años antes de que otro viajero, esta vez judío y navarro, Benjamín de Tudela, nos detalle su viaje a través de las comunidades hebreas que jalonaban el camino a Jerusalén y Egipto. Lo acompañará de observaciones sobre la situación política, militar y económica, sin olvidar curiosamente monumentos, ruinas y en general restos antiguos que guardaran relación con la historia bíblica y el pueblo de Israel.

Pero el creador de la rihla o libro de viajes, en el que se aúnan por vez primera literatura y viaje, y que muchos adjudican al tangerino Ibn Battuta (s. XIV), será un jurista musulmán oriundo de Valencia: Ibn Yubayr, quien en 1183 decide emprender la peregrinación a la Meca tras lo que parece una disputa por motivos religiosos. Su relato, escrito en árabe, fue pronto conocido y es hoy fuente histórica importante sobre la situación en el Próximo Oriente, la Sicilia normanda y las condiciones de navegación en el Mediterráneo del s. XII.

Posteriormente, el deseo de los reinos europeos de hacer un frente común contra el Islam tras la caída de Jerusalén (1187), hará que confíen en la supuesta existencia de un reino cristiano en Asia Central gobernado por un tal Preste Juan con el que poder aliarse. Posiblemente se tratara de una confusión al oír que un jan o khan del reino Kara Jitai, medio budista y cristiano nestoriano, había aplastado en la batalla de Katwan de 1141 a los turcos selyúcidas musulmanes. El hecho es que se envían embajadas, la mayoría infructuosas, que terminan desmintiendo la tal leyenda, pero que encauzarán las relaciones diplomáticas de los siguientes siglos a la búsqueda de aliados.

Así, en 1402, Enrique III de Castilla envía una primera embajada al gran Tamorlán o Timur, que será bien recibida y dará testimonio de la derrota que se inflinge al turco Bayaceto. Tamorlán envía a su vez un embajador y Enrique III decide continuar tan buena relación con una segunda embajada que alcanzará Samarcanda en 1404. Dicha embajada la compondrán su “camarero” Ruy González de Clavijo, fray Alonso Páez de Santa María –que como buen entendido en cuestiones religiosas debía tratar con los doctores en la ley islámica- y un hombre de armas, Gómez de Salazar, que murió durante el viaje. El escrito que nos dejan, seguramente redactado por González de Clavijo con las notas de todos, supone una descripción exhaustiva del viaje y en especial de la magnífica Samarcanda, si bien hubieron de regresar sin respuesta debido a la repentina enfermedad y posterior fallecimiento de Tamorlán.

Otro viajero, éste impetuoso y aventurero y no carente de cierta petulancia e ironía, será Pero Tafur. Noble andaluz, emprende la peregrinación a Tierra Santa (1436-1439), pero una vez allí decide continuar viaje a la India. Los monjes del Sinaí le aconsejan unirse a una caravana y al hacerlo conoce al famoso Niccolò dei Conti, que regresaba de años de viaje y comercio y forzosamente convertido al Islam –de hecho visitará al Papa y le pedirá perdón, a lo que el Pontífice le pondrá en penitencia escribir sus viajes-. Según Tafur, Conti le desaconseja el viaje a la India, por lo que se dirige al norte, se entrevista en Constantinopla con el emperador Juan VII Paleólogo que colma su vanidad al considerarlo un miembro de su propia familia, llega a Trebisonda y regresa.

En el s. XVI, el Mediterráneo es de los turcos y la gran expansión española y portuguesa se encamina a América y a bordear África buscando otro camino hacia las Indias. Sólo peregrinos, comerciantes y aventureros continuarán cruzando el Mediterráneo hacia los Lugares Santos. Fadrique Enríquez de Ribera, marqués de Tarifa, visita Jerusalén (1518-1520) y, a su regreso, Italia. De sus impresiones salen un bello libro y un hospital en Sevilla recordando el de los Caballeros de Rodas, así como la conocida Casa de Pilatos. Otro andaluz, de Jaén, el soldado, corsario y más tarde cura Pedro Ordóñez de Cevallos, que según él pasó treinta y cinco años de su vida viajando, nos deja a su vez varios libros cargados de aventuras, aunque principalmente dedicados a América. Y el jesuita Pedro Páez Xaramillo relata los siete largos años de cautiverio pasados en el Hadramaut, sur de Arabia, que nos proporcionan la primera descripción que conocemos de dicha tierra, así como de su labor misionera en Etiopía durante los diecinueve años restantes hasta su muerte (1622), que le permitió ser el primer europeo que veía, y dejaba mención escrita de ello, las fuentes del Nilo Azul.

El s. XVII supone el ascenso de Francia e Inglaterra, así como las primeras aceptaciones del imperio Otomano de las prácticas internacionales de la diplomacia. De este tiempo Pedro Teixeira, comerciante portugués en Goa y Manila bajo Felipe III –recordemos que España y Portugal estuvieron unidas de 1580 a 1640- nos deja la descripción de su segunda vuelta desde Goa a través del Golfo Pérsico, Mesopotamia, Siria, Chipre y Venecia. García de Silva y Figueroa, embajador ante el sha Abbás de Persia (1614-1624), deja a su vez una imagen vívida de Irán y la primera identificación de las ruinas llamadas de “chilminara” –cuarenta alminares- como de la antigua Persépolis, realizando además un estudio que se puede llamar arqueológico al medir, describir y contar las columnas y los escalones, así como al copiar las inscripciones cuneiformes que reconoce como la escritura de los antiguos. Poco después, un sacerdote llamado Pedro Cubero Sebastián también pasaría por allí al realizar la vuelta al mundo durante ocho años (1671-1679) que le llevaron por Oriente Próximo, la India, Malaca, Filipinas y América antes de tornar a España.

El s. XVIII supondrá un cierto retroceso militar del turco y un avance francés traducido en numerosas embajadas y en la mejora de las relaciones internacionales. La escuela de lenguas orientales de la emperatriz María Teresa de Austria, la difusión en todo Oriente Próximo de los reales de a ocho de Carlos III y de los thaler de María Teresa, los motivos turcos de la cerámica de Meissen, El rapto del serrallo de Mozart, los cabinets turcs en las mansiones, la pintura y la literatura, todo nos habla de una atmósfera impregnada de Oriente. Un Oriente sensual y atractivo, precursor del romanticismo decimonónico. En este ambiente enviará Carlos III dos embajadas a Constantinopla encabezadas ambas por dos grandes marinos, Gabriel de Aristizábal (1784) y Federico Gravina (1788), que nos aportarán bellas descripciones de la ciudad, sus costumbres, instituciones y monumentos.

Pero será el s. XIX el que podremos llamar realmente de los diplomáticos y en el que comercio y política van de la mano en pleno auge del colonialismo, aunque sólo o casi sólo para las nuevas potencias europeas. España y Portugal pertenecen a otra época y ya no levantarán cabeza. Domingo Badía y Leblich o Ali Bey, como fue conocido en su disfraz de príncipe abasida en Marruecos a las órdenes secretas de Godoy y en última instancia de Carlos IV, ejerció de espía y debió escabullirse peregrinando a la Meca tras la negativa real a continuar los planes de conquista del país vecino. Dicho viaje nos proporciona así la primera descripción de la Meca que conocemos por un viajero cristiano, tras lo cual alcanza Constantinopla, donde recupera su personalidad y llegado a Bayona, por orden de Carlos IV, se pone a las órdenes de los Bonaparte. Por su parte, diplomáticos como Adolfo de Mentaberry, Antonio Bernal de O’Reilly o el gran Adolfo de Rivadeneyra, que coincidirían un tiempo en Siria, nos dejan interesantes descripciones y también, en el caso de Rivadeneyra -que recorrió además Irán-, acopio de objetos, inscripciones cuneiformes y en general conocimientos en distintas disciplinas que, aparte de producir varios libros en compañía de su profesor y amigo el filólogo Francisco García Ayuso y del viajero y editor Marcos Jiménez de la Espada, contribuyeron a la modesta colección orientalista del Museo Arqueológico Nacional y, de haber recibido más apoyos y no haber muerto tan joven, nos habría proporcionado una figura equiparable a las del francés Paul Émile Botta o el inglés Austen Henry Layard, excavadores de Nínive. Aun así, la aportación de Rivadeneyra será mucho mayor que la de la Comisión Científica oficial de la fragata Arapiles (1871) encabezada por el arqueólogo Juan de Dios de la Rada y Delgado, que buscó entre otras cosas la adquisición de antigüedades para el citado museo y que, sin embargo y a pesar del voluminoso libro enciclopédico publicado después, tan sólo trajo objetos comprados antes de llegar a Beirut, donde el escaso dinero que se les había concedido ya se había agotado. Otro personaje, Víctor Abargues de Sostén, enviado a Abisinia por motivos científicos (1880-1882), hará además hincapié, sin resultados, en la necesidad de un enclave español en el mar Rojo que favorezca el comercio de los productos de la zona y el paso de los barcos que iban a las posesiones de ultramar en Asia y Oceanía tras la apertura del Canal de Suez. Propiamente se dedicará sólo a su labor de científico el naturalista Manuel Martínez de la Escalera, contratado por un adinerado francés, que emprendería dos viajes por Asia Menor, Mesopotamia y Persia traducidos en importantes colecciones de insectos y en su vinculación con el Museo Nacional de Ciencias Naturales.

Llegados al s. XX destacan tres personajes muy diferentes. Por un lado el novelista Vicente Blasco Ibáñez, que gracias a sus viajes por Turquía (1907) y Egipto (1924) ofrecería unas magníficas descripciones que reflejaban la impresión que le causaron monumentos, costumbres, paisajes y gentes. Por otro lado el padre Bonaventura Ubach, que enviado al Oriente Próximo para estudiar lenguas orientales y la Biblia de primera mano, lo hizo y además de traducir la Biblia al catalán se interesó de tal modo por los lugares que conoció, que formó una de las mayores y más consideradas colecciones de tablillas, ladrillos, sellos, cerámicas y objetos varios, origen del Museo Bíblico del Monasterio de Montserrat. Y por último el capitán Rafael Martínez Esteve, uno de los primeros Caballeros del Aire como lo fueran Saint-Exupéry o Almásy, instigador del vuelo Madrid-Manila con escalas y que gracias a un desafortunado aterrizaje forzoso en el desierto de Iraq pudo dejar testimonio de su experiencia en aquellas tierras y de su contacto con los beduinos.

Hasta aquí hemos hablado de viajes y viajeros, lo que resta es la labor continuada por estudiosos y voluntarios de todo tipo que, luchando siempre con la falta de medios sobre todo económicos, contribuyeron a las creaciones de las colecciones conservadas en la Real Academia de la Historia, el Museo Arqueológico Nacional y el Monasterio de Montserrat, así como a la continuación del interés por el Oriente Próximo antiguo en manos de religiosos en épocas difíciles de la política española y de los historiadores y arqueólogos que desde los años setenta del s. XX han desarrollado su trabajo en universidades y en proyectos arqueológicos que siguen abiertos hoy en día, creciendo cada vez más el interés despertado en jóvenes promesas.

 

Para saber más

* Libros:

- Córdoba Zoilo, J. Mª (ed.) 2005. Españoles en Oriente Próximo (1166-1926). Aventureros y peregrinos, militares, científicos y diplomáticos olvidados en el redescubrimiento de un mundo en Arbor 711-712, tomo CLXXX, marzo-abril

- Córdoba Zoilo, J. Mª y Pérez Díe, Mª C. (eds.) 2006. La aventura española en Oriente (1166-2006). Viajeros, museos y estudiosos en la historia del redescubrimiento del Oriente Próximo Antiguo. Catálogo de la exposición del Museo Arqueológico Nacional (1ª parte), abril-junio de 2006, Madrid

- Córdoba Zoilo, J. Mª y Pérez Díe, Mª C. (eds.) 2006. La arqueología española en Oriente. Nacimiento y desarrollo de una ciencia nueva. Catálogo de la exposición del Museo Arqueológico Nacional (2ª parte), abril-junio de 2006, Madrid

 

Montserrat Mañé Rodríguez
CSEOPE, Universidad Autónoma de Madrid