CIUDADES
DE LEYENDA
La llave del desierto
La
pálida luz de un sol temprano ilumina lentamente el oasis, y según
las formas se hacen más nítidas, justo al límite del enorme
palmeral surge la mole de un gigantesco edificio, una gran masa de sillares
bien cortados que pareciera varada en un arenal tras una noche de tormenta.
Ante los ojos sorprendidos del visitante extranjero, mientras sujeta una taza
de té caliente en el mirador del hotel Villa Palmira, aparece el fantástico
templo de Bel. Desde este privilegiado observatorio puede apreciar aquello que
solo ha intuido al llegar a Tadmor durante la noche, las extensas ruinas de
una de las ciudades más fastuosas de la Siria grecorromana, Palmira,
la mítica capital del desierto. 
A
la derecha del templo se elevan, tras los huertos de granados, olivos y palmeras
de este fértil oasis, filas de columnas y edificios de todos los tamaños,
creando con su color amarillento un límite brusco al verdor de la vegetación
y abriendo la puerta al desierto que se cierne, amenazador y enigmático,
más allá. Justamente éste encuentro entre la aridez extrema
y la vida exuberante fue el origen del antiguo poder de Palmira y la razón
primera de su fama actual. Ciudades con rica arqueología clásica
abundan en el oriente musulmán, pero ninguna de ellas está enclavada
en un lugar tan peculiar, entre palmeras y desierto, jugando a ser, a la vez,
oasis y arena yerma, como la que ha protegido durante siglos sus ruinas. Habitado
desde el siglo XIX a. C., este oasis siempre ha tenido una función comercial
como punto intermedio en las rutas caravaneras que unían Mesopotamia
con los pueblos del Mediterráneo. Sometidos a los vaivenes de la historia
y a los designios de los diferentes imperios, sus habitantes transportaban productos
desde Persia, India y Arabia para venderlos a los romanos. La base de su negocio
estaba en la seguridad que ofrecían sus arqueros montados a caballo o
camello a las caravanas que debían atravesar el desierto sirio. Estas
tropas especializadas se incorporaron al ejército de Roma en la campaña
de Trajano contra los partos, que llevó a los soldados imperiales a las
puertas de Babilonia en el año 117 d.C.. La ciudad alcanzaría
entonces su máximo esplendor, ya bajo la tutela romana, aunque sin perder
nunca una cierta independencia en las relaciones con los vecinos partos, un
juego de equilibrios diplomáticos clave en su prosperidad económica.
El
periplo del emperador Adriano por las provincias de Oriente en 129 fue el
hecho catalizador de su embellecimiento urbanístico, al igual que
en otras ciudades orientales. Para esta fecha ya estaban terminados la mayor
parte de los edificios que pueden contemplarse hoy: el gran templo de Bel
y el de Nebo, ambos una mezcla oriental y helenística; la magnífica
columnata eje de la ciudad, el teatro, el ágora y el templo de Allat,
la principal diosa para los habitantes del desierto. Recorriendo la ciudad
entre estos lujosos edificios encontrará el viajero otras muestras
de la gloria palmirena, como el gran arco triunfal, o las termas y el campamento
de Diocleciano. Pero
quizá el mejor legado artístico de Palmira está más
allá de sus muros, en las tumbas diseminadas por los extremos del
oasis y en el inquietante valle que circunda por el oeste la ciudad. Hipogeos
y tumbas torre surgen por doquier conteniendo esmeradas esculturas de difuntos
de muchas épocas, realizadas en un estilo muy particular que pervivió
a través de los tiempos. Una visita a Palmira nunca estará
completa sin acercarse a estas casas del más allá y contemplar
la variada galería de retratos que hacen pensar en la corte de Zenobia,
en su boato y sus modas. Visita por otra parte especialmente atractiva para
el viajero: a los escasos grupos que deambulan por las ruinas se une la grata
libertad de dirigirse de un lado para otro sin más cortapisa que la
de tolerar a los pocos vendedores que surgen cual espectros tras las columnas
o los muros cargados de mercadería barata. Palmira está encerrada
en un desierto, pero abierta al paso de todos quienes quieran disfrutarla,
pues solo en el templo de Bel hay controles de entrada. Pasear entre sus
restos, especialmente al atardecer o en una noche de luna llena proporciona
la sensación de encontrarse con la historia en un lugar mágico,
pudiera parecer que ajeno al mundo exterior. El reciente desvío de
la carretera que atravesaba las ruinas intensifica esa agradable impresión.
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Zenobia,
reina de Palmira
Corría
el año 268 cuando, a cientos de kilómetros al norte de
Palmira, en Capadocia, Odenato, jefe supremo del ejército romano
del este y rey de Palmira, y su hijo mayor Herodiano, eran asesinados
por un soldado traidor. Odenato se había ganado la confianza
de Roma tras vencer varias veces a los persas, principales enemigos
suyos en Oriente. De paso aprovechó la coyuntura para proclamarse
rey de reyes. Sin embargo murió víctima de una intriga;
su asesino fue asesinado también, asumiendo el poder su esposa
Zenobia, como regente del hijo de ambos Wahballat. Atrevida,
de fuerte personalidad, dispuesta a disputar el poder al mismísimo
emperador, parece que era buen amazona y hablaba 4 lenguas, quizá
parte de la leyenda que la recuerda como la más noble y bella
mujer de Oriente y la emparenta con Cleopatra. Pero sobre todo era ambiciosa,
quizá demasiado. Se sospecha que ella fue la instigadora de los
crímenes, pues en breve tiempo se hizo coronar reina y comenzó
a actuar como la dueña de Oriente. Emprendió entonces
campañas para extender los dominios de Palmira en todas direcciones,
buscando la independencia completa. Hizo
acuñar moneda con su efigie y los títulos de Augusta y
Madre del Emperador, reclamando para su hijo la parte oriental del Imperio
Romano. Esto colmó la paciencia del nuevo emperador, Aureliano.
Tan solo 4 años después de la muerte de su marido la suerte
volvió la espalda a Zenobia. En 272 Aureliano reconquistó
Antioquía, derrotó a la caballería palmirena en
Emesa y sitió Palmira. Durante el asedio Zenobia dio muestra
de su arrojo y astucia: mientras se burlaba de Aureliano por hacer tal
despliegue para derrotar a una mujer, pedía ayuda a los persas.
Al prolongarse el cerco decidió ir ella misma en busca del rey
persa. Una noche, montada a camello y con una pequeña escolta,
atravesó las líneas enemigas y se dirigió hacia
Persia pero al momento de cruzar el Eufrates la alcanzó la caballería
romana. La ciudad se rindió de inmediato. Zenobia fue llevada
como prisionera a Roma y exhibida en el desfile triunfal de Aureliano.
A partir de aquí su vida se pierde en una borrosa leyenda. Para
siempre quedará la aventura de una mujer que se enfrentó
con decisión al mayor poder de su tiempo y contribuyó
a perpetuar el nombre de su ciudad. |
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Apamea,
la mujer persa En
un mundo de mercaderes los caminos que partían de Palmira en la Antigüedad
dirigían sus pasos a otros mercados. Al oeste partían dos, uno
hacia Damasco, el otro hacia el puerto de Antioquía. Prestemos un poco
de atención a este último para acercarnos a un enclave un tanto
aislado, pero de un gran atractivo visual e histórico, fruto de su soledad:
Apamea. Fundada
en el siglo III d.C., recibió el nombre de la esposa persa del fundador,
Seleuco I, y tras los avatares de la historia todavía exhibe, orgullosa,
una magnífica columnata de casi 2 Km. de largo. Recorriendo esta calle
de dimensiones grandilocuentes, a la que se asoman tímidamente los restos
de una ciudad aún escondida entre sus propias ruinas, un profundo silencio,
apenas roto por algunos muchachos que venden baratijas, permite imaginarse con
poco esfuerzo a patricios, mercaderes, ediles, soldados, matronas y niños
juguetones entremezclados en la fantástica avenida, deteniéndose
en las numerosas tiendas cobijadas a la sombra que ofrecían los lujosos
pórticos. Varios
terremotos dañaron la ciudad en el siglo VI, desbaratando como un castillo
de naipes los edificios construidos en tiempos romanos y hoy día pueden
apreciarse esparcidos a ambos lados del cardo maximo, apenas cubiertos por el
tiempo. Los escasos y lentos trabajos arqueológicos han puesto al descubierto
la escena de un teatro en el camino a la vecina fortaleza árabe de Qalat
al-Mudiq, donde ahora reside la población. Allí, por callejuelas
intrincadas llenas de niños curiosos se accede a lo alto de sus muros,
desde los cuales puede observarse la bella estampa de la columnata de Apamea
elevándose, dorada por el sol, sobre un paisaje de campos de cereal,
imagen que resume por sí misma el encanto de una visita a tan apartado
lugar. Una
vez que se desciende de la fortaleza, el viejo y enorme caravanserai otomano
del siglo XVI abre sus puertas para enseñarnos las esculturas y mosaicos
más interesantes recuperados en Apamea. A modo de gigantesco almacén,
no ofrece gran atractivo a causa del aparente desorden en que están acumuladas
las piezas. Una
ciudad de basalto La
otra ruta que parte de Palmira enlaza en Damasco con un camino cargado de historia,
la Via Nova Trajana, gran línea de comunicación que llevaba de
la capital siria al puerto de Aqaba, y sobre la que discurren modernas carreteras
sirias y jordanas.
A escasos
150 Km. al sur de Damasco, en la región volcánica de Hauran,
el tiempo parece haberse detenido en algún lejano día del siglo
VII; en Bosra la vida continúa tal si la historia
fuese una molesta capa de polvo que se acumula en los rincones más
inaccesibles. Bajo la Bab al-Hawa, o Puerta del Viento, las gentes cruzan
en dirección a sus casas de basalto negro, como casi todo aquí,
caminando por un pavimento hecho por sus antepasados bajo el control de la
guarnición romana instalada en la ciudad en 106 d.C., cuando Roma declara
a Bosra capital de la recién adquirida provincia de Arabia. Antes de
entrar en sus hogares puede que se paren a charlar con una vecina junto a
un capitel corintio, frente a un arquitrabe decorado que asoma de un viejo
templo abandonado o al lado de un pórtico subterráneo que hace
tiempo perdió su misión de almacén. En las puertas de
sus casas o tiendas pueden verse columnas clásicas o dinteles con inscripciones
griegas que siguen sujetando el edificio. Es imposible sustraerse a la impresión
de haber encontrado una ciudad antigua todavía viva, pues pese a las
numerosas construcciones derruidas, la población aún habita
las mismas calles y casas de hace casi 2 milenios.

Bosra
es símbolo de pervivencia, ya que está habitada desde el siglo
XVIII a.C., y el mejor ejemplo de ello es su espléndido teatro, el más
completo del mundo romano. Casi intacto en el interior, la imagen exterior es
una fortaleza, la que construyeron los omeyas y después ampliaron los
arquitectos de Saladino, dejando el teatro en una especie de urna de piedra
que le ha protegido de terremotos y saqueos. Pero Bosra es también símbolo
de superposición de culturas, y ello puede apreciarse en varios lugares:
el arco nabateo, en realidad una puerta monumental, tal vez de acceso a un templo,
testimonia el poderío del enigmático reino de Petra, que en sus
tiempos de auge llegó a tener la frontera norte en Bosra. Romano es,
por supuesto, la mayoría de lo que puede verse, construido entre los
siglos II y III: las termas, muy bien conservadas, las 4 gigantescas columnas
de la calle principal restos de una fuente monumental, o el arco de triunfo
que los lugareños llaman Bab al–Candil, son, junto con el mencionado
teatro, muestra de la transformación de una ciudad oriental en una urbe
acorde con los gustos del imperio. De Bizancio se conserva la catedral, un edifico
paleocristiano de atrevidas dimensiones para su época. Y en fin, las
mezquitas que surgen por doquier entre las ruinas, algunas edificadas sobre
templos romanos, como la de Umar, y un estanque descomunal recuerdan al visitante
que el Islam reemplazó con éxito al resto de las religiones en
estas tierras. El
oscuro basalto omnipresente ha teñido Bosra para la eternidad, pero también
ha servido para hacerla tan longeva; la dureza de la piedra negra, junto al
ingenio constructivo local ha soportado los terremotos pasados y afronta el
fluir del tiempo sin inmutarse.
Jesús
Sánchez Jaén
Permitido
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Artículo
publicado en Altaïr, nº 23, mayo-junio 2003
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