A medio
centenar de kilómetros al sur de Damasco el paisaje se vuelve pedregoso
y oscuro. Numerosas colinas cenicientas se elevan entre fértiles cultivos,
y poco a poco el escenario va colmándose de bloques basálticos,
negros cual carbones de un primigenio fuego ya extinguido. Los restos de vetustas
coladas volcánicas forman la Ledja o llanura basáltica, que precede
al pequeño macizo montañoso conocido como Jebel al Arab o Jebel
Druze, la montaña de los drusos, pues aquí vive la mayor comunidad
drusa de Siria.
Fue
precisamente el duro y resistente basalto el que propició la construcción
de una peculiares ciudades en esta región. En efecto, la firmeza de
las rocas magmáticas, unida a la fertilidad de las cenizas volcánicas,
facilitó los asentamientos humanos desde tiempos antiguos. Ya los nabateos,
en el siglo I a.C., apreciaron el valor de la región y la incorporaron
a su reino. Poco tiempo después los romanos instalaron en Bosra
la capital de la provincia de Arabia. Bajo la estela de ésta urbe se
cobijó un puñado de ciudades que conservan en la actualidad muestras
del paso de diferentes dominadores (nabateos, romanos, bizantinos, árabes...)
y todas con el sello unificador del basalto teñido por la pátina
del tiempo.
Bosra
quizá sea la que reúne en su interior la mayor gama de edificios
pertenecientes a distintos períodos históricos. La puerta nabatea,
los arcos de triunfo romanos, las mezquitas omeyas, los baños mamelucos
y, por supuesto, el teatro, muestra singular de la pervivencia y reutilización
de la arquitectura a lo largo de los siglos. Mencionada ya en los registros
oficiales de la XVIII dinastía egipcia, con el nombre de Busrana, alcanzó
gran importancia al final del reino nabateo, cuando el rey Rabel II la convirtió
en su capital. De esa época solo resta un precioso arco triunfal (s
I d.C.) cuyos sencillos capiteles y nichos semicirculares recuerdan los edificios
más peculiares de Petra.
Bajo
el reinado de Trajano la ciudad, como capital provincial, albergó una
legión y fue dotada de numerosos edificios públicos (termas,
templos, arcos triunfales...) embellecidos con motivo de la visita de Adriano
en 129 d.C., momento al que puede corresponder la construcción del gran
teatro. Al menos 6.000 espectadores podían contemplar espectáculos
de toda índole sobre un escenario decorado por columnas corintias de
granito rosa y de mármol, que destacan sobre el negro omnipresente de
la piedra volcánica. Al exterior el edificio clásico desaparece
envuelto en los muros de una fortaleza ayyubida del siglo XIII creando una
simbiosis perfecta: la fortaleza se sirve de la estructura de la cavea para
soportar el peso de la muralla, y el teatro se ha aprovechado de la protección
que ofrecen los gruesos muros defensivos para perdurar a través de los
siglos casi en su totalidad.
Bosra
incita al paseo, a caminar entre descomunales arquitrabes, capiteles al alcance
de la mano y columnas de factura esbelta, todo ello distribuido junto a casas
habitadas de continuo desde hace al menos 19 siglos. Porque lo más peculiar
de esta región no son los restos arqueológicos de calidad heterogénea,
sino comprobar que sus ciudades antiguas están aún vivas, y además
muchos de los edificios construidos en tiempos clásicos siguen en uso.
El pavimento que soporta los pasos de las gentes del siglo XXI en las calles
más céntricas es, con frecuencia, el mismo colocado bajo la dirección
de los ediles de Roma, y muchas casas fueron antes hogares de libertos, taberneros,
pistores, frumentarios, lavanderas, que charlaban junto a negros capiteles
coríntios en griego koine o en arameo siriano tal como hoy se
hace en árabe. Una puerta monumental y un arco de triunfo romanos son
mudos ejemplos de esta pervivencia. La primera es llamada por los sirios Bab
al Hawa (Puerta del Viento), y era la puerta oeste de la polis grecorromana;
el segundo se erigió en honor de la III Legión Cirenaica en el
siglo II d.C. y los lugareños la conocen como Bab al Candil (Puerta
del Candil).

Siguiendo las calles empedradas hacia el este y dejando atrás las termas
y el arco nabateo, en ese orden, una pequeña plazoleta da a dos edificios
bizantinos, la catedral, del siglo VI, y la basílica, salón de
justicia en origen (s. III d.C.) e iglesia cristiana después. La leyenda
asociada a ésta da cuenta del fenomenal cruce de culturas vivido en
el Hauran durante siglos: dícese que el monje Bahira, un santón
nestoriano del siglo VII, se encontró un día con una caravana
de gentes del desierto, que llegaban a Bosra. Asombrado observó cómo
un joven que iba en la caravana parecía estar acompañado por
una pequeña nube que le protegía del sol abrasador allá
donde fuese. Entonces recordó un antiguo texto que auguraba la aparición
de un profeta entre los árabes, alguien elegido por Dios. Se acercó
a conversar con el joven, llamado Muhammed, y descubrió en él
al prometido por la tradición. Los nestorianos aseguran que gracias
a aquel encuentro el Corán está trufado de influencias cristianas
y de la ley mosaica.
Varias
mezquitas esparcidas entre los restos romanos ocupan solares de viejos templos
e iglesias, y en ocasiones además reutilizan paramentos y columnas.
Sus minaretes, con forma de pequeñas torres medievales, recuerdan inquietantemente
a los campanarios paleocristianos. No en vano por estas regiones comenzó
a avanzar el Islam a costa del Bizancio cristiano.
Muy
cerca de Bosra, a solo unos 40 km. al noreste, la apacible comunidad drusa
mantiene habitada una de las ciudades de la Decápolis grecorromana,
Qanawat. Cuesta imaginar, caminando por el pequeño conjunto de calles
de casas bajas, con aire tranquilo y de arquitectura poco agradable, que esta
población en las faldas del Jebel Druze tratase de igual a igual a lujosas
urbes como Damasco, Jerasa o Philadelphia (Ammán), pero debemos suponer
que su importancia no se cifraba en el comercio o en las obras públicas,
como en el caso de las demás, sino en la agricultura.
Poco
es lo que queda de tiempos romanos en Qanawat. Lo más interesante un
conjunto de dos basílicas del siglo II d.C. transformadas en iglesias
paleocristianas, lo que se conoce como el Seraya, o palacio. Están enclavadas
en lo que debió ser el ágora de la ciudad. La decoración
se limita casi exclusivamente a unos relieves de parras y racimos de uvas en
la entrada, quizá como recuerdo de uno de los principales cultivos de
la zona.
Callejeando
por las calles empinadas es fácil encontrarse columnas dispersas, pertenecientes
a varios templos, y fragmentos de un odeón y un ninfeo. Por supuesto
Qanawat, o Septimia Canatha, como la llamaban los romanos, no debió
ser nunca una gran metrópoli, sino más bien un pequeño
municipio, pero formar parte de una federación con cierto grado de autonomía
le permitió la prosperidad necesaria para construir algunos edificios
públicos dignos, quizá siguiendo las influencias de las ciudades
vecinas.
La
pequeña carretera que comunica la región con Damasco aún
depara más sorpresas. A menos de 20 km hacia el norte, entre las primeras
casas de Shahba, se aprecian los paramentos de una puerta amurallada.
Son parte de la entrada a la que fue la ciudad de Philippopolis, municipio
romano creado sobre una pequeña villa cuando uno de sus habitantes alcanzó
la dignidad imperial. El general Filipo, conocido como “el árabe”
por ser originario de una tribu de la provincia de Arabia, llegó al
trono en 244 d.C. y poco después puso en marcha la construcción
de la ciudad que lleva su nombre. Por la traza hipodámica, fácil
de apreciar en sus calles distribuidas en cuadrícula, y las técnicas
constructivas (uso del hormigón y cubiertas abovedadas) se nota la diferencia
con las otras ciudades negras, donde predominan los techos de lajas de basalto
y las calles más laberínticas. La intención de Filipo
parece haber sido crear una suerte de “sede imperial” en su tierra,
una pequeña urbe con el esquema romano donde se alojasen sus parientes
y seguidores más apreciados y donde se recordase su figura. Por desgracia
el emperador árabe sufrió el destino habitual de muchos emperadores
del convulso siglo III, y solo 5 años después de alcanzar el
trono fue asesinado cerca de Verona. En ese poco tiempo la ciudad solo había
comenzado a tomar forma, con unos cuantos edificios públicos y privados
encerrados por una muralla que se cruzaba en dos puertas de tres arcos, al
norte y al sur del enclave, sobre la vía que comunicaba con Damasco
y Bosra respectivamente. Aún así causa una sensación extraña
deambular por uno de los decumanos, el que lleva al foro, y contemplar, a ambos
lados de la calle, casas que parecen contener negocios de los que en cualquier
momento saldrá un vendedor ofreciendo su mercancía ataviado con
un manto corto y hablando en griego al visitante. A mano derecha surge alguna
pequeña escultura junto a las columnas esbeltas de un templo corintio,
que se hiergen orgullosas superando el estado de abandono general. Un centenar
de metros más allá la calle desemboca en una pequeña plaza
rodeada de edificios de claro carácter romano. De derecha a izquierda,
una suerte de palacio, un recinto abierto elevado sobre una plataforma con
un nicho en el centro, y un minúsculo templo, todo ello tan oscuro como
el pavimento del foro. Bajo un ala del palacio la calle continúa hacia
el oeste por un pasadizo encantador.
La
plataforma al aire libre parece haber sido un santuario dedicado al culto imperial,
o a los dioses tribales de Filipo; y el templo es un pequeño espacio
cuadrado, decorado al exterior solo por pilastras con capiteles jónicos,
y con nueve nichos en el interior donde se colocarían estatuas de la
familia del gobernante. El edificio es tan sencillo que resulta difícil
asegurar su función, y mientras algunos historiadores aseguran que fue
un templo dedicado a Julius Marinus, padre de Filipo, por el nombre que aparece
en unas inscripciones en griego junto a la puerta, otros proponen interpretarlo
como una tumba monumental. Pero ¿olvidan estos últimos que en
el mundo antiguo las tumbas se colocaban siempre extramuros?, ¿o acaso
por pertenecer a una familia de árabes puede suponerse que no se cumplía
con los preceptos ancestrales?. Sea templo o mausoleo, lo cierto es que aporta
un carácter religioso a la solución urbanística adoptada
para cerrar el foro por el sur.
Otra
de esas callecitas llenas de encanto, con una sencilla tienda donde puede encontrarse
toda suerte de antigüedades y algún incipiente mercadeo de recuerdos
para turistas, lleva al teatro. Tan diminuto que parece casi de fantasía,
su cavea está muy bien conservada y carece casi por completo de decoración.
Hasta ahora no se conoce ningún teatro de construcción posterior
en toda Siria, por lo que le cabe el dudoso honor de haber sido el último
edificado bajo dominio romano, y quizá el menos utilizado, si pensamos
que la ciudad prácticamente se abandonó a la muerte de Filipo.
¿Daría tiempo, en sus 5 años al frente de los destinos
del imperio, para que se representasen en Shahba algunos de los dramas clásicos?
¿o tal vez solo sirvió para albergar algún festejo con
motivo de la visita del insigne patrono e hijo de la ciudad?. Contemplando
la pequeña escena desde cualquiera de los asientos de la cavea se comprende
que el intento de crear una urbe digna de un emperador quedó en una
tentativa loable de transportar a Arabia las formas de la corte, pero es posible
que nunca cuajase salvo en los parientes más inmediatos de Filipo.
Si
se sigue la vía donde se encuentra la escena del teatro hacia el
este al poco se alcanzan los restos de unas termas monumentales, dignas
de una gran urbe, y que pueden dar idea de lo que quizá había
previsto Filipo, convertir su ciudad en la principal de la región.
Y
cuando ya parece que es imposible encontrar en Shahba algo más que
una pequeña y provinciana imitación de las poblaciones romanas,
aparece el mejor tesoro de Philippopolis, la villa de los mosaicos. En el
interior de una casa de nueva construcción, frente a las termas,
se encuentran algunos de los mejores mosaicos romanos de Siria. Corresponden
a los pavimentos decorados de una vivienda particular hallada en ese mismo
sitio, fechada en el siglo IV, sin duda la de algún rico hombre que
eligió el solar semi abandonado de la pequeña ciudad para
levantar una residencia de lujo. 
A
la muerte de Filipo el proceso de poblamiento de la ciudad se paralizó,
y parece haber quedado casi despoblada, salvo algunos edificios, en los
años siguientes. El progresivo abandono debió ser total a
partir del siglo V. No obstante, en el siglo XIX grupos de familias drusas
se asentaron en el viejo solar abandonado, reconstruyendo casas y adecentando
las ruinas hasta conseguir volverlo a la vida y recuperarlo para los visitantes.
Ahora Shahba es una bonita ciudad, cuyas gentes mantienen el ritmo tranquilo
de todo el Jebel Druze, imbuido por el carácter peculiar de los drusos.
Salvo los restos arqueológicos no ofrece nada de especial trascendencia,
pero entrar en uno de sus pequeños cafetines o acercarse a comprar
fruta en alguno de los puestos de la calle principal, el antiguo cardo,
acompasa el pulso del visitante. El regreso a Damasco se hará más
pausado, recordando la visita a una curiosa región cargada de historia,
como toda Siria, pero con sus edificios vestidos de negro y gris, y que
conserva todo el sabor del paso de los siglos aún vivo. La globalización
llegará, pero lentamente, y esperemos que no deshaga la mágica
complicidad de los drusos y sus ciudades de basalto. |
Las gentes
de un solo Dios
En
el sur de Siria, en algunas zonas de la montaña libanesa y en
el norte de Jordania se asienta una curiosa comunidad que profesa una
particular versión de la fe musulmana, los drusos.
Llamados
en árabe duruz, constituyen una
de las muchas sectas o corrientes del Islam nacidas
en la Antigüedad, pero en este caso sus diferencias
filosóficas y de formas de vida hacen que
no sean considerados islámicos por muchos
musulmanes. El origen de esta comunidad se remonta
al siglo X, en Egipto, aunque pronto se trasladaron
a las montañas del Líbano y Siria
huyendo de la persecución de la religión
oficial. En la actualidad los principales grupos
viven en Líbano, bajo la égida de
los emires de la familia Joumblat, y en el Hauran
sirio, donde predomina la familia Al-Atrach.
Sus
principios religiosos hacen del monoteísmo
la creencia principal, y por eso se llaman a sí
mismos “el pueblo de un solo dios”.
No aceptan la poligamia, su culto no se celebra
en mezquitas, sino en pequeños santuarios,
y siguen a los profetas de las tradiciones judeo-cristiana,
griega e islámica. Tampoco tienen obligación
de cumplir con los cinco principios sagrados del
Islam y llegado el tiempo del ramadán,
en todo caso lo siguen unos pocos voluntariamente.
La sociedad drusa es bastante hermética
y los matrimonios con gentes de otras comunidades,
aún no estando prohibidos, no son bien
vistos.
Su
libro sagrado es el Kitab al-Hikmat o Libro de la Sabiduría.
Pese
a lo poco que divulgan los fundamentos de su fe,
se sabe que conlleva una mezcla de gnosticismo,
neoplatonismo y prácticas chiitas, un sincretismo
extraño comprensible solo para los iniciados,
los uqqal. Estos son quienes conservan
y transmiten la tradición religiosa y se
distinguen por una vestimenta sobria y delicada:
turbante blanco sobre cabeza rapada y chaqueta
negra para los hombres; y un bonito velo blanco
sobre la cabeza, el mandil, sin cubrir
el rostro, para las mujeres.
El resto vive la religión de forma relajada y no sienten la
necesidad de seguir las prohibiciones de comidas y bebidas. El
pueblo druso siempre se ha caracterizado por su independencia de criterio
y su poco sometimiento al poder de los estados donde se ha instalado.
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Para
saber más
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Libros:
- BURNS, ROSS, Monuments of Syria, Londres, 1992.
- VV. AA., Syria, Jordan, Neos Guide, MICHELIN Travel Publications 2000.