Si
en el artículo anterior sobre Sicilia describíamos
una ruta partiendo de Catania, esta vez situémonos
en la capital de la isla y comencemos allí nuestro
recorrido. El itinerario será circular, como el primero,
aunque no nos detendremos en Palermo hasta el final. La
capital siciliana tiene tanto atractivo en sus calles y
monumentos que constituye un inmejorable final de viaje.
Dejémos Palermo a la espalda y viajemos hacia Levante.
Nuestra primera parada será en las ruinas de Solunte,
a solo 16 km. Fue fundada por los fenicios, de quien pasó
a los cartagineses hasta la Primera Guerra Púnica.
El yacimiento es pequeño, pero muy interesante. Las
trazas de las calles de época romana se abren hacia
el mar proporcionando unas magníficas vistas. Muy
cerca, en la ciudad de Bagheria, podemos
cambiar por completo de época visitando la villa
Palagonia. Este palacio barroco se ha hecho muy popular
por las estatuas de seres fantásticos de sus jardines.
Los actuales propietarios organizan visitas guiadas. Es
la más famosa entre todas las que hay en la ciudad.
Seguimos viaje por la autostrada hacia el este,
hasta Termini Imerese, donde hemos de desviarnos al sur
por la SS285 hasta Caccamo. La pequeña
población montañesa fue fundada por los cartagineses,
y luego fortificada por los normandos. Su formidable castillo
merece una parada, pues se le considera uno de los mejor
conservados de toda Sicilia. Fue residencia de nobles normandos,
luego asesinados en las Visperas
Sicilianas. Puede aprovecharse la parada para ver la
iglesia Matriz, el convento de San Francisco, con un claustro
del siglo SVI, y el Monte di Pieta, un delicioso palacete
barroco.
Aquí es preciso decidir si
se adentra uno por la Sicilia profunda, no exenta de
encanto, o se regresa a la autostrada para cruzar
la isla hasta Agrigento por una vía rápida.
Si se opta por ésta última hay que volver
a Termini Imerese y allí viajar por la E90 y la A19
hasta la salida de Caltanisetta, donde se tomará
la dirección a Agrigento.
En nuestro caso iremos por la Sicilia más agreste,
dado que en la primera parte (ver Un
Giro siciliano-1) ya hemos descrito la ruta de la autostrada.

La
carretera se llena de curvas y no parece la mejor opción,
pero la paciencia tendrá sus frutos en forma de poblaciones
curiosas. Un par de visitas justificarán el recorrido.
La primera es Mussomeli (por la SS189 hasta
la SP16) un pueblo a la sombra de otro castillo. La fortaleza,
conocida como Castello Manfredonico, por el nombre de su
fundador, Manfredo III Chiaramonte, es del siglo XIV. En
el centro del pueblo destaca el santuario de Santa Maria
dei Miracoli.
Volviendo a la SS189 retomaremos la dirección sur
hasta llegar a Aragona (no está
en la misma carretera, hay que desviarse un poco al oeste
por la SP17). El pueblo, que ha vivido durante años
de la extracción de azufre, no es gran cosa, pero
su palacio Naselli, de 1700, se eleva majestuoso sobre la
población. Desde aquí a Agrigento
hay pocos kilómetros.
La
capital del sur es una aglomeración urbana desprovista
de todo interés, salvo por sus excepcionales templos
griegos. Dejando la ciudad en lo alto, las indicaciones del
Valle de los Templos aparecen pronto
en la carretera. Restos bien conservados de tres templos y
las ruinas algo disgregadas de otros cinco constituyen uno
de los mejores yacimientos arqueológicos de Sicilia.
El templo de Hera, el de la Concordia y el de Heracles, todos
de estilo dórico (siglo V a.C.), son algunos de los
mejores ejemplos de templos griegos. En este caso se cumple
un dicho popular entre los estudiantes de arte: si quieres
ver templos griegos, no viajes a Grecia, sino al sur de Italia.
Si no nos dejamos obnubilar por los templos mejor conservados
es posible que tengamos unos minutos para pasear entre las
ruinas del de Zeus Olímpico. Su basamento ocupaba 56,30
m × 112,60 m, como un campo de futbol, valga la comparación.
El tamaño de los sillares, los gigantescos fragmentos
de columnas y los telamones o atlantes sirven para hacerse
una idea del proyecto grandilocuente del tirano Terón,
No nos marchemos de Agrigento sin visitar el museo arqueológico,
por favor. En él se exhiben las mejores piezas del
área arqueológica, así como un telamón
original y la maqueta del templo de Zeus. Está junto
a la iglesia de San Nicolás, construida sobre otro
templo griego. Frente a ambos se encuentra el barrio helenístico-romano,
bastante bien conservado.
La
ruta pone dirección al oeste, siguiendo la línea
costera en busca de la antigua Selinunte.
Para llegar allí es preciso salir de la carretera principal
a la altura de Marinella y seguir las indicaciones.
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Selinunte
es un gran parque arqueológico que cubre un
promontorio y llega hasta la playa. Nada más
llegar llaman la atención las filas larguísimas
de tambores de columnas caídos en el suelo,
como si fuesen rodajas de un embutido descomunal.
Fundada en el siglo VII a.C. por los griegos de la
también siciliana Megara Hyblea, fue una de
las principales colonias griegas en la isla. Pese
a lograr gran poder económico no pervivió
mucho tiempo independiente. A finales del siglo V
a.C. fue conquistada por los cartagineses. Cuando
siglos más tarde éstos perdieron Sicilia
en la Primera Guerra Púnica, destruyeron la
ciudad antes de que la tomasen los romanos. Un terremoto
hizo el resto.
Los templos orientales, con sus columnas carcomidas
por la erosión, invitan al visitante a mezclarse
entre sus ruinas, evocando la banalidad del poder.
Así
narró Diodoro Sículo el ataque de los
cartagineses en la guerra contra Segesta (409 a.C.).
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“Anibal (Magón), que había prometido
a sus tropas el pillaje de la ciudad, hizo avanzar sus máquinas
de guerra contra los muros, y ordenó preparar el
asalto a sus mejores soldados. Las trompetas dieron la orden
de cargar, y a una sola orden todo el ejército cartaginés
lanzó su grito de guerra al unísono: Las catapultas
batieron abrieron brechas en los muros y desde lo alto de
las torres los guerreros repartían la muerte entre
los siracusanos” (Diodoro Siculo, XIII, 54-58)
La visita se distribuye en tres partes bien diferenciadas:
la primera está formada por los templos E, F y G más
el museo. El templo E es el más llamativo, pues una
reconstrucción del siglo XX le ha dado un aspecto similar
al que tuvo en el V a.C.
Cruzando un pequeño vallejo hacia el oeste se accede
a la segunda, la acrópolis, donde se conserva parte
de la muralla y restos de otros templos, en especial el C,
el más antiguo y colosal.
Quien lleve ganas de pasear por escenarios tan evocadores
del mundo clásico puede llegar hasta la tercera zona:
los santuarios de la Malophoros (Demeter) y de Zeus Melichios,
un área sagrada extramuros.
El sendero entre las tres zonas sube y baja pequeñas
lomas, desde las que puede verse el mar muy próximo,
al sur. Las hondonadas arenosas entre las colinas cubren el
puerto natural de la Selinunte antigua. En el ir y venir por
el camino encontrará el viajero abundantes plantas
similares al apio: son “selinos” (en griego),
una variedad silvestre de la que tomó nombre la ciudad.
Dos playitas de arena fina invitan a tomar un almuerzo al
borde del agua, o a darse un chapuzón si el tiempo
acompaña. El murmullo del mar, el sol mediterráneo,
y a la espalda la sobriedad de los templos dóricos;
una delicia contemplar lo que sin duda los selinuntinos consideraban
un regalo de Apolo.
Hay alguna playa agradable más desde Selinunte a Sciacca
donde dejarse acariciar por el sol y el mar alejado de los
tumultos vacacionales.
Regresando
a nuestra ruta, ahora nos encaminaremos a Marsala,
una pequeña población costera famosa por el
vino homónimo. En la
antigüedad (s. IV a.C.) fue un puerto púnico,
luego al servicio de Roma. Del siglo III se conservan varios
mosaicos y parte de unas termas en la llamada “insula
romana”. Antes de que se fundase Marsala los cartagineses
dominaban este tramo de costa desde Motia, un enclave portuario
en la cercana isla de San Pantaleón, al abrigo de un
estrecho fácil de defender. Los siracusanos la destruyeron
en el siglo IV a.C. y los fenicios y sus parientes cartagineses
tuvieron que trasladarse a Marsala. En Motia
se conservan los mejores restos arqueológicos de la
región: parte de la muralla del siglo VI a.C., una
necrópolis fenicia, parte de la dársena del
puerto militar cartaginés y la Casa de los Mosaicos
(s. IV. a.C.) Los objetos recuperados en todos esos enclaves
llenan las salas del Museo Whitaker. Se sugiere una pausa
ante el Auriga de Mozia.
Aun nos queda un enclave en la costa oeste de la isla, Erice,
una de las poblaciones más atractivas. Está
situada en lo alto de un monte, a escasos km de la capital
de la provincia, Trapani, y su encanto atrae a todo el que
visita Sicilia. Murallas romanas, castillo normando e iglesias
góticas no ensombrecen sus calles pintorescas, con
casas medievales y renacentistas. A la caída de la
tarde el panorama desde las murallas y su jardín hacia
el oeste es un espectáculo: las islas Egadas se perfilan
recortadas sobre un mar dorado por el atardecer. (A las Egadas
se puede ir desde Trapani; las más cercanas e interesantes,
por su paisaje y pequeñas poblaciones, son Levanzo
y Favignana)
Cuando vuelva el sol por oriente será momento para
disfrutar de la prima colazione en algún café
de Érice y seguir camino. Nos espera en el interior
el enclave de Segesta. A pocos km de la autostrada
que lleva a Palermo, en cuanto se toma la salida correspondiente,
nos sorprende en lo alto de un cerro un templo dórico
majestuoso.
El
templo de Segesta, uno de los mejor conservados de la isla,
tiene de particular su situación algo separada de la
ciudad de la que recibe el nombre. Diríase que solo
le falta el techo para imaginar en su interior a los sacerdotes
haciendo ofrendas a la estatua de la divinidad. Pese a la
erosión de sus columnas, sugiere armonía y cálculo
refinado. Subiendo hasta una colina próxima es posible
ver el teatro y los restos de la acrópolis de Segesta,
destruidos por las invasiones vándalas.
Si entre tanto griego, fenicio y cartaginés se echa
en falta algo más placentero hay la oportunidad de
hacer uso de unos baños termales en Termae Segestane;
o bien llegar a Castellamare del Golfo, comer
unos pescados en su puerto y disfrutar del paisaje costero.
Será nuestra última oportunidad de calma, pues
es tiempo de volver a Palermo y sumergirse en esta ciudad
a ratos ruidosa y descuidada, o bien jovial y fascinante.
Hemos
de detenernos en Palermo al menos
un par de días para saborear sus mercados callejeros,
sus espléndidos palacios normandos, un museo
arqueológico digno de la compleja historia
de la ciudad, o la catedral gótica catalana.
Los bizantinos, árabes, normandos y aragoneses
están presentes en los barrios del centro en
formas muy diversas: arquitectura, calles, carácter
y comidas son fruto de esa mezcolanza enriquecedora.
El mejor ejemplo lo tenemos en la Catedral, iniciada
por normandos sobre una mezquita, y continuada por
los aragoneses con alguna obra de influencia bizantina.
San Giovanni degli Eremiti, el Palacio Normando y
la Zisa son, en conjunto, otra muestra interesante
de este mestizaje. Habrá quien se quede embelesado
mirando los mosaicos de la Capilla Palatina o la sala
del rey Ruggiero sin recordar que son arte bizantino
creado bajo dominio normando.
Palermo
ha de caminarse, pues a cada paso surge una plaza,
una iglesia o un palacio que llaman nuestra atención,
y es fácil desembocar, a la salida del Museo
Arqueológico o de alguna iglesia gótica,
en uno de los mercados callejeros. El delle Pulci
y el della Vucciria son los más famosos, y
fotografiados, pero no son los únicos.

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Y
cuando Palermo parezca no ofrecer nada mejor, queda Monreale.
Allí Guillermo II, el rey normando, y sus sucesores
quisieron dejar huella de su gran poder. Artistas bizantinos
y musulmanes junto con arquitectos italianos crearon un conjunto
(catedral y claustro) con lo mejor del arte islámico,
las excelencias de los mosaicos bizantinos y la más
exquisita arquitectura románica. El resultado es equiparable,
o incluso superior por su heterogeneidad, a las mejores catedrales
europeas.
La capital siciliana y Monreale son el broche de oro a un
viaje por la isla triangular. Arte, gastronomía y ambiente
popular muestran la esencia siciliana, de un modo tan particular
que a veces parece hacernos olvidar que estamos en Europa.
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Texto
y fotos
Jesús Sánchez Jaén
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