CUADERNO DE VIAJE
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Una colonia llamada revolución
(guaracha de la Habana-1)
 Texto y fotos:  Carlos Díaz Marquina 
www.diazmarquina.com

Bosco se acopla sus auriculares y da rienda suelta a la música enlatada en su MP3. Carlota recrimina a su hijo por no dejar que el sonido de la ciudad penetre en su mente. Sin el sonido, no conocerá esta ciudad. Su percepción será incompleta. No parece importarle el ruido de la vitalidad de las calles. Él se lo pierde.

Carlota abre los oídos de su corazón-que son más profundos que los de los laterales de su cabeza-y se deja seducir por los sonidos. Invita al pedaleo pausado de quienes van al trabajo, al caminar lento de un caballo que tira de un carro, a la voz de las conversaciones. Esporádicamente se cuela un coche asmático. El tráfico respira suavemente, sin estertores.

Los pies se deslizan al ritmo de una guaracha e imagina que quienes bailan lo hacen montados en una fina nube que apenas provoca un susurro de suelas gastadas. Más allá, la guitarra, el cuatro, las maracas y la clave se abrazan en un son de notas sentidas. Su letra es la de una escena cotidiana. Para el amor está el bolero. Sólo hay que esperar a que termine la pieza anterior.

La dulzura se manifiesta en las voces tiernas: amigo, brother, mi amor, mi helmano.

El sol ilumina el pelo dorado de Beby y achicharra la cabeza de Tony. Todos nos protegemos con nuestras gorras y sombreros. El peligro de una insolación es tan cierto como la prolongada presencia española en la ciudad. No es sólo cosa del pasado. El revitalizado rostro de las fachadas del Barrio Colonial, de la Habana Vieja, debe mucho a la ayuda española. Hace años se desmoronaba por la acción conjunta de la humedad y la desidia. No se puede afirmar cuál de las dos fue más dañina. El mantenimiento brillaba por su ausencia y los muros se mostraban gangrenados. El peligro de derrumbe era inminente.

Regresa el esplendor a la piedra, a los sillares sobrios, a los adornos barrocos, a los colores vibrantes que contrastan con el blanco de los edificios clásicos. Las sonrisas diáfanas y sinceras de los habitantes tienen ahora sentido y son prolongación de las risueñas paredes.

La Habana Vieja es una sucesión de iglesias, palacios, tiendas, hoteles y restaurantes. Ha tomado una dimensión más vivible. No es un compartimento de exhibición que expulsa a los visitantes al caer la noche. Prolonga la vida con la iluminación, los cantantes, los transeúntes curiosos, los enamorados y los habitantes noctámbulos. Y la magia, que siempre tiene un hueco en estas calles y que se viste de oscuro al caer la tarde.


La cuadrícula imperfecta con su eje en las plazas de Armas y de la Catedral impide perderse y racionaliza la estética. Se concentra en rectas y perpendiculares. Puedes elegir el sistema que quieras para recorrer la parrilla empedrada pero el consejo es que te dejes llevar por la intuición y los sentidos, que trabajan para darte una visión si no completa, sí acorde con las fuerzas del inconsciente, de esa segunda capa de nuestro intelecto que no controlamos. La Habana no es ciudad para reprimir los impulsos más extraños, más inconcebibles, menos explicables. Simplemente avanza o detente, observa y empapa tu ser.

Una primera etapa conduce hasta la Catedral. Compendio de las iglesias y del rasgo religioso que, mezclado con otras creencias, está presente en los cubanos y los habaneros.

La antigua Audiencia es ahora un restaurante y bajo las palmeras se deleitan los turistas con una bebida fría. Podría ser un patio castellano de poderosos sillares, arcos altivos y sonoridades coloniales. Una estructura que se repite en los palacios más antiguos. Es otra parte de nuestra herencia: piedra y espíritu. La herencia también se aprecia en las casas de balcones de madera. Muy canarios, por cierto.

Amelia será nuestra cicerone. Su padre, Romualdo, nuestro conductor. Y el caballo, nuestra fuerza de tracción.

En la plaza de san Francisco, frente a la Terminal, se agolpa un regimiento de guías, conductores, amigos y parásitos cuyo único fin es captar a los turistas y encauzarlos en una visita por la ciudad. Las alternativas van desde un turismo o un bus hasta un coche de caballos. Y como está reciente el enlace, la solución será la más romántica. Antes de elegir has pasado por los discursos de unos y de otros, las virtudes de su carro y el precio sin competencia de todos. Amelia y Romualdo nos han parecido gente honrada y encantadora. Tony ha cerrado el trato cuando empezábamos a desesperarnos.

Amelia es de tez andaluza, atractiva, lánguida, de sonrisa esbozada y ojos penetrantes. Lástima que sus caderas sean opulentas y no vayan en consonancia con su rostro. Con amabilidad caribeña nos mostrará la ciudad. Déjate robar el corazón por La Habana. No te traicionará. Sólo si te entregas a ella te querrá y no te abandonará su recuerdo de por vida. Déjate atrapar por su gente y por sus calles, por su ritmo.

A un perseverante paso de carreta, en un landó de otras generaciones, nos instruimos en las curiosidades de La Habana.

Por la Alameda de Paula hasta el otro San Francisco, por Desamparados hasta la casa de José Martí, tan presente en la ciudad que su nombre se repite con insistencia. Hemos pasado las dependencias del puerto, saltado un barrio sin muchos servicios básicos. Frente a la Estación Central de Ferrocarril descendemos. Una turba de estudiantes se despide de sus padres para ir al colegio. Se inicia la escuela. Estampida de talento joven.

La casa de Martí es modesta aunque ya la quisieran muchos. Brilla su reciente pintura amarilla y el ribete de las ventanas azules. El padre de la Independencia debió ser un hombre de clase media y un tono lírico tan entusiasta como libertario. Recordamos la letra de Guantanamera y al hombre sincero de donde crece la palma.

Por Egido llegamos hasta el Capitolio. Washington se ha trasladado al Caribe y su alta cúpula no tiene competencia con los edificios circundantes. Hasta la Revolución fue la Cámara de Representantes y el Senado. Posteriormente, Academia de Ciencias y Museo de Ciencias Naturales Felipe Poey. Dos esculturas de bronce y destacado simbolismo, La virtud tutelar del pueblo y El progreso de la actividad humana, flanquean la entrada. Desde lo alto de las escaleras observamos la plaza y los edificios de enfrente.

En su interior descansa una gigantesca escultura de alusiones revolucionarias y un amplio espacio vacío. Los salones darían para una gran fiesta. Pero permanecen dormidos. Al menos se combate bien el calor en su interior. Nos hemos ganado la primera cerveza del día en la terraza. Charlamos con los camareros.

Antonio alza la cabeza con aburrimiento. Está infinitamente cansado. Su cuerpo no da para más. La juerga de ayer debió ser histórica. Y esta historia le trae sin cuidado.

Cerquita está el Centro Gallego (y no olvides que también estuvo a un paso el Asturiano). Lo que fue el Centro porque también ha cambiado de inquilinos: el Liceo de La Habana Vieja, el Gran Teatro García Lorca, el Ballet y la Opera Nacionales. Los gallegos, o sea, los españoles, podemos estar orgullosos del nuevo uso.

José Martí reaparece en el Parque Central. Le guarda las espaldas el Hotel Inglaterra. Si no fuera por la cerveza descansaríamos en este remanso de paz de la más alta categoría.

Con algo más de tiempo bajaríamos por Prado hasta el Malecón, un paseo tan clásico que se refleja en las canciones populares. Recuerdo haber hecho ese paseo. Y encontrar el Granma, el yate legendario en el que alcanzaron la isla Fidel y sus compañeros. En honor a sus servicios se le concedió su nombre al periódico del aparato del Partido. También se le permitió un retiro digno en la urna de cristal donde se conservan otros vestigios de aquella aventura que expulsó a Batista e instauró al presente régimen.

Los edificios que configuran el ensanche de La Habana son soberbios. No creo que le llamen así a esta zona que dio empaque y personalidad a la ciudad. Antes y después de la Independencia estos edificios convirtieron a La Habana en la ciudad más hermosa de América. Un paseo, aquél que ahora recuerdo, me trae la Gran Vía madrileña a la mente. Quizá sean contemporáneas. Fachadas finamente decoradas, elegancia, muestra de una burguesía que progresaba.

La puerta ceremonial parece un decorado abandonado. Cuesta asociar la cultura china con la caribeña. Sin embargo, este barrio tiene una antigüedad de más de un siglo. Los primeros orientales fueron traídos a cortar caña y luego se establecieron como comerciantes.

Abandono es lo que rezuma. Es una curiosidad melancólica. Sus habitantes emigraron o han envejecido tanto que no salen a la calle. O quizá no quieren comprobar el grado de deterioro que su barrio sufre. Tiendas y restaurantes chinos son un recuerdo. Los intentos de reflotarlo son vanos. ¿Quién se acuerda del teatro chino?

Aleros de esquinas levantadas, farolillos, caracteres orientales, aromas que palian el olor a suciedad, rojo intenso, dragones, el Cuchillo de Zanja, el boulevard, una farmacia. Al lento trote del caballo pasan ante nuestros ojos.

En el Kwong Wah Po, el periódico editado en chino, nos informarán de la actualidad de este colectivo. Si podemos traducirlo, claro.

La ciudad es rica en mensajes. Honra con entusiasmo a sus héroes históricos: Martí, el Che Guevara, generales a caballo, patriotas…

Continuamente muestra su orgullo con frases dirigidas al enemigo norteamericano, al yankee: “Revolución o muerte”; “Señores imperialistas no les tenemos miedo”. Parece que va a derrumbarse en cualquier momento pero eso no ha afectado a su corazoncito.

“Esta es una isla de equívocos dichos por un tartamudo borracho que siempre significan lo mismo”, decía Cabrera Infante. El equívoco es ley de vida en un pueblo que sufre racionamiento. Siempre han reivindicado el alimento y la dignidad pero el tartamudeo no ha conseguido que sea captado el mensaje por los dirigentes.

Que alimenten menos con mensajes y más con progreso.

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