CUZCO
Artículos  Clásicos  Diseño de viajes  Documentos  Viajeros  Principal 

Viaje al corazón del mundo inca (ver programa)

El Valle Sagrado

Al norte de Cuzco, camino de Machu Picchu, se encuentra una de las localidades más visitadas de la cultura incaica, Ollantaytambo. No todos los visitantes conocen, sin embargo, que en ella se encuentra quizá la representación más genuina de Viracocha, el dios supremo creador del mundo. Según la mitología andina Viracocha había surgido del lago Titicaca, y después de crear el sol, la luna, las estrellas y los hombres peregrinó hacia el norte hasta perderse en el mar. En su peregrinaje fue civilizando a la humanidad, y al llegar a un lugar llamado Tambo el señor del lugar le acogió y dió posada. Antes de seguir viaje dejaría allí su báculo, y las gentes del lugar habrían guardado su imagen en la montaña. Otra versión del mito indica que Viracocha llegó a Tambo y allí quedó para siempre hecho piedra. Y otra más que no fue Viracocha, sino un enviado suyo, Wiracochán o Tunupa, quien viajó por el mundo y el que visitó Ollanta.

Allí está, a mitad del cerro Pinkuylluna, frente a la fortaleza, a la altura de los supuestos almacenes tallados en la montaña. Sus cejas arqueadas y la boca entreabierta le dan un aire de titán furioso que no pierde de vista a su pueblo. Si hemos de hacer caso a la mitología, este retrato de Viracocha sería el símbolo religioso que otorgaría carácter sagrado al valle del Urubamba, corazón del mundo inca. De este a oeste, junto al curso del río o en los montes que lo bordean, el valle está repleto de lugares con significación mitológica, según la cultura tradicional andina. A veces la imaginación o la espiritualidad de quien cuente la historia exageran el simbolismo de un lugar u otro.

El viajero, un tanto confuso ante la profusión de imaginería mitológica y alusiones al cosmos, puede terminar por volverse escéptico, si no lo es de antemano, pero no dejará pasar la oportunidad de observar las manifestaciones culturales de origen inca que aún perviven, y no debe perderse los enclaves curiosos y hasta enigmáticos del valle sagrado, que a veces se esconden en las inmediaciones de los reclamos turísticos, un poco disimulados a la vista de los grupos tumultuosos.

El mismo Ollantaytambo guarda alguno de ellos. El principal es el propio pueblo de Ollanta, a los pies de la fortaleza. Los edificios y las calles mantienen la traza urbana de la construcción inca original, y las casas se agrupan entorno a patios llamados “canchas”, un nombre igual al que dan los andinos a los granos de maíz tostado. Caminar por sus calles transporta al pasado, pues los muros de bloques poligonales, las puertas de entrada a las “canchas” y la distribución de las calles han sufrido muy pocas modificaciones desde tiempos del Tahuantinsuyu. La forma trapezoidal alargada del grupo de calles antiguas visto desde lo alto de la fortaleza recuerda a una mazorca de maíz gigante, y alguien ha querido ver en cada una de las manzanas de casas agrupadas alrededor de una “cancha” una simulación de un grano de esa mazorca. Según esto los incas habrían construido una ciudad dedicada al maíz junto a la fortaleza de Ollanta. Al fin y al cabo esa era la producción principal de la comarca y podría tener sentido, en el mundo simbolista andino, crear una población alegórica del sustento básico.

Sea como fuere, recorrer estas calles, y curiosear en algún patio con respeto si se presenta la oportunidad, ofrecerá una visión del mundo andino mucho más genuina que los mercados o las ruinas de mayor renombre.

Una vendedora de anticuchos que pela papas al sol otoñal, dos cholas que regresan cargadas a sus “canchas” entre los robustos muros poligonales, una puerta trapezoidal al modo inca, todo se alía creando una atmósfera de quietud donde el tiempo parece ralentizado desde hace cientos de años.

Hay quien considera el Tambo de Ollanta el pueblo de mayor carácter inca. Por cierto, para los incas un tambo era un almacén o casa de postas en los caminos reales. Y quedan unos cuantos distribuidos por la geografía andina.


A poca distancia del pueblo de Urubamba, a unos seiscientos metros sobre el valle, está la pampa de Maras, y en un extremo de ella el enclave de Moray. No es fácil definir el sitio, pues diciendo que es un conjunto de plazas concéntricas aclararíamos poco, y llamándolo terrazas circulares rehundidas solo explicaríamos parte de lo que se ve allí. Aprovechando los desniveles del terreno los incas excavaron una serie de plataformas escalonadas similares a terrazas de cultivo, pero agrupadas en círculos concéntricos, y en algunos casos comunicadas por plazas en niveles intermedios.

Se ha hablado de una función ritual, asociada a festividades relacionadas con el ciclo agrícola. Y se ha usado la versión de terrazas de cultivos experimentales. Esta última idea, que tiene en cuenta las peculiaridades climáticas y geográficas del lugar, parece ser la más aceptada. Las terrazas concéntricas se hunden en el terreno como un embudo, y su forma habría servido para conseguir condiciones de temperatura y humedad distintas en cada nivel. Una suerte de laboratorio agrícola inca a casi 3.500 m de altitud en el que probar la adaptación de diferentes cultivos. Algunos investigadores quieren ver en este lugar la raíz del desarrollo de las variedades de maíz andinas: una vez probadas aquí cuales eran las condiciones más idóneas de altitud, orientación y humedad para cada semilla solo había que buscar el terreno idóneo para cultivarlas a mayor escala. Quizá no solo se plantaba maíz; podemos pensar también en los innumerables tipos de tubérculos, adaptados maravillosamente a la climatología y altitud de cada rincón de los Andes. Es posible que el estado inca, del que se sabe con certeza que estaba muy bien estructurado, dedicase recursos al estudio de una especie de ingeniería agrícola precolombina. Pueden verse todavía restos del sistema de riego.


En las inmediaciones una quebrada que vierte hacia el valle del Urubamba guarda otro tesoro. El suelo gris, cubierto de ichu amarillento o de rocas, se vuelve blanco de repente. En un día de sol incluso duelen los ojos. El asombro es mayúsculo pues lo que asoma al empezar la quebrada es sal, montones de sal. Decenas de albercas salobres en formación rigurosa cubren una ladera recogiendo el poco agua que surge de un manantial caliente. Las salinas de Maras, explotadas desde antes de la conquista, sirvieron a los incas para intercambiar productos con tribus remotas, sobre todo de la zona selvática. En la actualidad se mantiene la producción y se comercializa en formas diferentes, no solo como sal de uso alimentario.
Los nativos de la región contaban hace años una anécdota al respecto de estas sales. Tiempo atrás unos funcionarios internacionales recomendaron al gobierno peruano añadir yodo a la sal de Maras, siguiendo el modelo utilizado con otras sales no marinas. En unos años se detectaron problemas de excesivo yodo en los habitantes del Valle Sagrado. La razón no era una sobredosis en el tratamiento de la sal, sino lo innecesario del tratamiento mismo. Al parecer algunos productos agrícolas del altiplano contienen yodo suficiente para paliar la carencia de la sal. De hecho los casos de hipertiroidismo son muy escasos en la población local. Para sorpresa de la sanidad académica, en el Valle Sagrado no valieron las recetas de los galenos. Los habitantes de la zona presumen con orgullo de que su tierra les facilita todo aquello que necesitan para vivir; y tal vez sea cierto.

 

En el otro extremo del Valle, en el este, instalado sobre un cerro que domina parte de la cuenca del Urubamba, la ciudad de Pisac puede presumir de buena arquitectura. El barrio Intiwatana es la mejor muestra de ello. Allí los sillares están ensamblados con tanta precisión como en Cuzco y las dependencias que aún siguen en pie muestran tanto las habilidades arquitectónicas de los incas como su conocimiento de la astronomía.

Pero más allá de estos detalles, disponibles en cualquier guía al uso, llama la atención el conjunto de terrazas de cultivo, o andenes, adaptados al relieve con delicadeza. Observándolos desde el camino que bordea la muralla parecen un componente más del paisaje, como escaleras de gigantes para descender hasta el río al fondo de un profundo tajo.

Buscando la orientación más cálida y abrigadas por las propias laderas de los cerros, todas las terrazas a plena producción harían de Pisac un importante centro agrícola. Sus habitantes aprovechaban al máximo los recursos de esas laderas escarpadas gracias a un formidable trabajo de modelado y adaptación del terreno.

Los habitantes actuales, instalados en la villa homónima junto al río, aún siguen obteniendo buen fruto de la tierra. El mercado dominical que se instala en la Plaza Mayor suele ser un goce para los sentidos. Calabazas gigantes de colores intensos, mazorcas de diez o quince clases distintas, tomates, cebollas, coles, quínoa y muchos productos más se exponen en cuidadoso orden. La vida andina tradicional, apegada a los recursos de la tierra, sigue presente con fuerza aquí, aunque por desgracia los puestecillos con baratijas y telas para los turistas están desalojando poco a poco a los campesinos.

Un motivo más se une al del mercado para que el domingo sea el mejor día para visitar Pisac, la misa quechua. El oficio se hace en la lengua nativa, y con todo el aderezo que ha pervivido durante más de 500 años de sincretismo entre la religión de los apus y la Pacha Mama y el cristianismo. A la iglesia acuden los alcaldes de Pisac y los pueblos de los alrededores, vestidos con sus mejores galas, y al terminar la ceremonia el sacerdote les recibe en el patio de la iglesia como muestra de cortesía mutua. Un grupo de niños ataviados con trajes tradicionales canta y toca unas enormes conchas.

Los alcaldes portan sus bastones de mando y se cubren la cabeza con unos sombreros negros similares a grandes escudillas. Todo transcurre con pocas palabras, condición clásica del carácter andino, dichas todas en quechua, eso sí. El rito mantiene vivos muchos rasgos de la cultura andina y esperemos que la influencia de la globalización y el turismo no los hagan desaparecer.

 

 

 

Texto y fotos:
Jesús Sánchez Jaén